La pintura de Baselitz y el hombre devastado por la guerra

héctor j. porto BILBAO / ENVIADO ESPECIAL

CULTURA

Luis Tejido | efe

El Guggenheim de Bilbao inaugura hoy una exposición que ofrece una completa muestra de la potente obra del artista alemán

14 jul 2017 . Actualizado a las 08:39 h.

Decía Nietzsche que solo lo que no deja de herir permanece tozudo en la memoria. Algo así piensa Georg Baselitz (1938), o al menos eso se deduce de su torturada pintura, de cómo vuelve una y otra vez sobre el ser humano devastado por la Segunda Guerra Mundial. Tomó su nombre artístico de su localidad natal, Deutschbaselitz, que representa en su imaginario una idílica sociedad rural en la que el hombre estaba en el mundo de una forma segura, enraizado en sus cultivos, un modo de vida que quedó destruido por la guerra. De este paraíso perdido proceden algunos motivos de su obra, como los pequeños carros agrícolas que coloca desubicados en sus cuadros.

Sí, Baselitz cumplió sobradamente con el deber cívico de no olvidar. Ese que reivindicó el escritor W. G. Sebald (en su libro Sobre la historia natural de la destrucción), que denunciaba que Alemania había descuidado la memoria bajo el peso de la culpa colectiva del genocidio nazi. Sebald criticaba esa amnesia -que situaba como gran motor del milagro económico germano- que había enterrado a las víctimas de los bombardeos sistemáticos de las ciudades por la aviación aliada: más de medio millón de muertos y 7,5 millones de personas sin hogar.

La experiencia traumática del bombardeo masivo de Dresde sobre el niño Baselitz fue decisiva en su obra. Y la guerra en toda su manifestación de horror. La incomprensión, la muerte, la rabia, el dolor no se pueden aparcar por un mero armisticio. Después de la Segunda Guerra Mundial ha de darse testimonio y reflexión sobre la fealdad que el conflicto bélico ha dejado, ya sea ética, estética o existencialista. Él no iba a optar por las soluciones cómodas que le ofrecía el arte de su tiempo: el expresionismo abstracto que le traía el mundo occidental y la propaganda del realismo socialista que fomentaba la órbita soviética. Baselitz debe hallar su propio camino, enfrentarse al sistema, entre polémicas, aunque lo obligue a dejar la Alemania comunista. Tampoco Berlín oeste le será satisfactorio. Tras el rechazo que generan sus primeras obras, en las que se empeña en recordar contra toda una sociedad, un beca lo lleva a Italia, donde descubre el arte clásico y su querido manierismo, universos donde poco a poco irá hallando su espacio. Un espacio, eso sí, ceñido coherentemente a su pasado y su propia condición. «Lo que nunca he podido evitar es Alemania y ser alemán», admite el artista.

Ese espacio, tan personal e intransferible, que podría enmarcarse bajo el epígrafe de neoexpresionismo, es el que el visitante descubrirá en la exposición Georg Baselitz. Los héroes, que desde hoy se puede ver en el museo Guggenheim de Bilbao (y hasta el 22 de octubre). Comisariada por Max Hollein (Museo de Bellas Artes de San Francisco), Eva Mongi-Vollmer (Städel Museum de Fráncfort) y Petra Joos (Guggenheim), la muestra reúne sesenta obras que permiten acceder a una panorámica de su producción desde el óleo de 1962 Campo, en que los cuerpos desmembrados no pueden ser más gráficos en su mensaje y por el que le llovieron los ataques, a la serie Remix, del período 2005-2008, y que es una relectura de sus obsesiones.

El héroe sangra, «no tiene zapatos, vaga perdido, pero trata de hallar un camino. No todo es muerte»

Las obsesiones de Baselitz quedan reflejadas en los ciclos Héroes y Tipos Nuevos, creados febrilmente en 1965 y 1966, un proyecto que está marcado por esa crítica al héroe inmaculado que imponen los estamentos oficiales y que él humaniza, devuelve a la realidad con toda su crudeza, sin desechar la burla. «Es un pintor furioso», incide una de las comisarias, Petra Joos. Pone a la sociedad ante el espejo y esta se disgusta ante la imagen que el cristal devuelve. «Nadie en el 65 en Alemania quería mirar hacia el pasado», subraya su compañera de comisariado Eva Mongi-Vollmer. De hecho, años atrás lo expulsan de la Academia de Bellas Artes de Berlín Este «por inmadurez sociopolítica», continúa Joos.

Sin señas de identidad

Sus criaturas son seres humanos heridos, solos, dolientes, medio desnudos, figuras monumentales, masculinas, que ocupan el centro del lienzo, con un uniforme militar deshecho en harapos, con una bandera indefinida despedazada, con una sexualidad obscena que exuda tristeza, un hombre sin señas de identidad, errante, universal, que sangra, devastado pero todavía vivo, con grandes manos y pies con los que aferrarse al entorno. Son los restos, los despojos, el exsoldado, el refugiado, el artista, al que le quedan los recuerdos de una existencia anterior, una infancia. «No tiene zapatos ni un lugar donde estar, vaga perdido, pero trata de hallar un camino. No todo es muerte», explica Mongi-Vollmer. «Está buscando un nuevo futuro», corrobora Joos.

Es curioso comprobar cómo en la obra de menor tamaño, dibujos y grabados, están ya todos estos temas; son como un pequeño catálogo de sus preocupaciones y tipos.

Formatos monumentales

En la obra reciente que recoge la exposición, la de la década del 2000, no abandona estos asuntos, pero el tratamiento es diferente. Ahora lo monumental son los formatos, pero las figuras ya no están vencidas por la ansiedad y la quiebra. La madurez le ha dado libertad a Baselitz, que no se limita al reflejo de la realidad, él crea una nueva, aunque parta de los mismos motivos, el paisaje, la persona, el animal, el árbol. Tampoco rehúye la reflexión ni el pasado. Pero ya no invierte la figura, ni la fractura. «Ya no discute consigo mismo, con la sociedad, con otros artistas. Ha hallado su propio espacio y está cómodo en él. La pintura le deja respirar», anota Mongi-Vollmer.