Dibujante de mundos inciertos

Juan Carlos Gea REDACCIÓN

CULTURA

William Kentridge, rodeado de una de sus obras
William Kentridge, rodeado de una de sus obras

Toda la variada obra de William Kentridge es una demostración en acto de los mecanismos con los que intentamos conferir al mundo unos significados que solo pueden acogerse a la incertidumbre y a la provisionalidad

18 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Un niño que dibuja es un constructor de mundos. William Kentridge lo fue: un niño que dibujó como el que más; pero a diferencia de la mayor parte de los niños, que en algún momento se desentienden o se olvidan de ese poder, él siguió haciéndolo pasada la adolescencia. El pequeño Kentridge también amaba el teatro: le encantaba actuar. Y no estaba dispuesto a renunciar a ese amor cuando llegó el momento de ir tomándose en serio las cosas. Quiso ser artista y quiso ser actor. Pero se lo desaconsejaron en nombre de la especialización, y renunció a una de sus mitades para matricularse en una escuela teatral. Esta vez fue él mismo el que se persuadió de que actuar, al menos como actor convencional, no era su camino. Así que optó por una tercera vía: probó con la cámara. Su autoexigencia no fue menor. No se vio de cineasta. Así que, al filo de la treintena, se reencontró con el trazo borrado del dibujo. Pero la línea de ese relato vital y artístico ya no estaba en el mismo plano: Kentridge ya no era solo un niño con una tiza. En el peregrinaje, su arsenal para crear mundos había crecido masivamente junto a sus referencias: Bacon, Picasso, el Duchamp dadaísta, Hogarth, Beckett, Mayakovski.

Todo lo mucho y muy diverso que ha hecho desde entonces ha surgido de la fecundación mutua de todos esos recursos: la plástica (estática o animada), el texto (escrito o hablado), la escena (con él o sin él en ella), el vídeo… Todo manejado según un mismo principio emanado de la relación con el lenguaje matriz del trazo. «Dibujar es una manera de pensar. Al dibujar, pongo unas ideas junto a otras y les doy coherencia», ha explicado, haciendo suya una observación de Valéry sobre Degas según la cual el dibujo no es la materialización de la forma de un objeto sino que registra, en realidad, el modo en que esa forma es pensada y percibida. Esa alusión permanente a procesos mentales en correlación con la acción creativa está en la raíz de una obra que, por otra parte y en contra del modo en el que suena todo esto, no es en absoluto cerebral. Desde sus producciones más sencillas hasta las más monumentales, desde la animación artesanal y doméstica en la pared del estudio hasta las más complejas escenografías operísticas, la de Kentridge es una obra cálida, palpitante, seductora y accesible como cualquier tipo de arte popular -los dibujos animados, el teatro bufo, el ilusionismo, un graffiti- y a menudo bañada en su mismo humor e ironía.

No importa si está glosando el espaciotiempo según Einstein o dando forma escénica al Wozzeck de Berg: toda su obra es una demostración en acto de los mecanismos con los que intentamos conferir al mundo unos significados que solo pueden acogerse a la incertidumbre y a la provisionalidad; mezclamos lo (poco) que sabemos hacer con la voluntad de seguir dando sentido al caos de fragmentos entre el que intentamos ir tirando, con el azar interfiriendo siempre, a veces para regalarnos hallazgos y otras para arruinar lo que dábamos por cierto. En Kentridge la velocidad del dibujo se acompasa con la del pensamiento, pero también está siempre abierta a la rectificación o al borrado. La animación llena de imágenes los textos y los textos de imágenes, utiliza el tiempo para diluir las formas o sacarlas del caos de un borrón de carboncillo. El artista se desdobla para mostrarse a la vez dibujando y observando, con no mucha complacencia, lo que dibuja; quitándose la palabra a sí mismo, interfiriéndose o dejándose interferir por otros en el vídeo o la escena.

Kentridge muestra a través de todo ello que el mundo es un abigarrado collage y que necesitamos ir uniendo por tanteo sus fragmentos inconexos como los puntos de un dibujo en los pasatiempos (salvo que ni hay numeración que seguir ni sabemos la silueta que estamos buscando). «Esa forma de trabajar es más cercana a cómo es el mundo, a su provisionalidad. Puedes ver el mundo como una secuencia de hechos o fotografías en orden o como un proceso en despliegue en el que la misma cosa en distintos contextos tiene distintos significados o distintas formas», ha dicho el sudafricano, extrayendo de ahí tres glosas cruciales. Una, relativa a nuestro modo de conocer, que solo puede dar por sentada la incertidumbre. Otra, política (en el único sentido en el que dice aceptar ser un artista político), al enarbolar esa incertidumbre como la categoría opuesta a cualquier autoritarismo. Y una tercera, por así decir, moral: hay que seguir actuando aunque no conozcamos las respuestas. Lo importante es saber mantenerse activo en ese estado de ignorancia mientras se siguen ensayando trazos a sabiendas de que, más bien antes que después, serán borrados.