Un cineasta para el final de la inocencia de Hollywood

J. C. Gea OVIEDO

CULTURA

Martin Scorsese, junto a Robert de Niro en el rodaje de 'Taxi Driver'
Martin Scorsese, junto a Robert de Niro en el rodaje de 'Taxi Driver'

Con sus otros dos antecesores en el premio, Woody Allen y Coppola, Scorsese cierra un triunvirato de los cineastas que renovaron la herencia clásica del cine norteamericano

26 abr 2018 . Actualizado a las 13:57 h.

La empresa que comercializa en España la película Historias de Nueva York debe estar encargando ya mismo una faja promocional que rece algo así como «¡La única película con tres Premios Príncipe/Princesa de Asturias!». Aquel homenaje entre sentido y excéntrico a la Gran Manzana reunió en un peculiar tríptico a Woody Allen (Príncipe 2002), Francis Ford Coppola (Princesa 2015) y al flamante Princesa de las Artes de este año, Martin Scorsese: un fallo que deja clara la devoción del certamen asturiano por esa prodigiosa generación de directores que han forjado su cine en una tensión no poco problemática entre la gran industria hollywoodiense y la subversión de esos estándares comerciales; entre el desaforado amor al cine clásico y una renovación que no destrozó los bastidores, pero sí los utilizó para contar historias muy diferentes a las de la edad dorada del cine norteamericano, o bien para revisitar ese mismo legado desde el calor del homenaje nostálgico y la distancia de la cita. Pero sobre todo, adaptando aquellas viejas maneras de la edad de la inocencia del cine a las de los Estados Unidos que habían salido de la edad de la inocencia bajo la doble pesadilla de Vietnam y de la crisis del petróleo.

Como sus dos ilustres predecesores, Martin Scorsese cayó desde crío bajo el embrujo de la cultura popular de masas. Toda su obra se basa en la energía que genera la digestión concienzuda de ese magma de imágenes, relatos, mitologías y emociones difundida a través del cine, la radio, la televisión, la literatura de todo pelaje, las canchas deportivas. Pero, también como Coppola, Allen y como el resto de lo que se denominó la 'Generación de los 70', la elaboración de esa papilla cultural y sentimental se realizó a partes iguales desde la pasión y un robusto arsenal intelectual. Posiblemente, el mayor elogio que puede hacerse Scorsese es el que proviene de la aceptación popular de su trabajo. Incluso aquellos -pocos- espectadores que no asocian su firma a sus obras, tienen en su panteón mental las imágenes simultáneamente crudas y estilizadas de Taxi Driver, Toro Salvaje, Uno de los nuestros, Gangs of New York, Infiltrados, El lobo de Wall Street... 

Igual que lo eran para él los realizadores de la industria clásica, el cine de Scorsese es parte de nuestra provisión cotidiana de imágenes, relatos y conmociones a gran escala. Mucho más, sin duda, que Allen o Coppola, a quienes también aventaja -salvo puntuales excepciones- en dominio de la técnica cinematográfica y en musculatura estilística. Scorsese no ha tenido problema en condescender sin ningún tipo de coartadas a la pura comercialidad, aunque en su caso siempre haya un plus. Incluso su cine más liviano mantiene un porcentaje de fibra y de apostura cinematográfica envidiables. Y frecuentemente oculta más de lo que parece. Quizá no en la bizarría de género de El cabo del miedo o Shutter Island pero sí en aparentes bagatelas como Jo, que noche (a la que ahora que el término ya es de uso común en la España trasnochadora, se debería citar siempre como After Hours para enjuagar el mayor tropezón en la carrera del cineasta de Queens: un traductor español en horas bajas).

También otro rasgo diferencial en Scorsese respecto a realizadores de su misma estirpe y tiempo: no se ha consentido nunca, o casi nunca, un bajón en la ambición. A menudo es mayúscula -casi coppoliana, aunque nunca tan operística como en Coppola- y se da caprichos también muy coppolianos como las nostalgias de New York, New York o El aviador.  Pero, a diferencia de Coppola, en Scorsese no hay tragedia. El desgarro entre el catolicismo (el sacerdote que quiso ser) y la ética del gángster (el mundo con el que convivió en su Little Italy) es una fuente de inspiración, un diferencial de potencia más que una patología. Su pasión es más pícara, más mañosa, más socarrona y puede que incluso un punto más cínica que la del padre de El Padrino. Y paradójicamente, todo lo que hay bajo ese envoltorio es de algún modo más visceral, más salvaje y corrosivo. La violencia de de Coppola conmueve como un aria de Verdi; la de Uno de los nuestros duele en los huesos y desliza cierto placer sádico e inconfesable. En su viaje por la sordidez de esos sótanos, Scorsese ha tenido aliados tan poderosos como el Paul Schrader de su mejor época (cuando escribía con más culpabilidad y tortura guiones como el de Taxi Driver). El resto ha venido de sus recuerdos de la Pequeña Italia y de una mirada que a la vez tiene la pulsión del realismo, del documento y la memoria, y del cine más desenvueltamente artero, camelador, fabulador. Pero también es capaz de explosiones de sinceridad y pureza como las de Silencio, más allá de su audaz revisión de los Evangelios en La última tentación de Cristo. Y de retrocesos hasta el meollo del cine entendido como trampa, sí, pero también como maravilla, caso de su tributo a Mélies en la insólita (al menos para un Scorsese) La invención de Hugo.

De esa pasión por la realidad queda constancia en su sobresaliente obra como documentalista, donde la música es también una energía que nutre y ensambla imágenes: desde la edición del gigantesco metraje de Woodstock hasta sus documentales más recientes sobre Dylan y George Harrison pasando por el legendario The Last Walz, que hoy brilla en tonos de oro viejo como una especie de cantata crepuscular sobre el fin del rock clásico. De su cine, es posiblemente ahí donde mejor se pulsa el nervio profundo de pertenencia a un alma colectiva plasmada en una de las culturas populares más complejas y vastas del planeta, amplificada y diversificada por las maquinarias de difusión del manistream industrial. Un espíritu de los tiempos del que es muy consciente, cuando lanza declaraciones de intenciones como la de su Film Foundation: «Nuestra herencia artística norteamericana ha de ser preservada y compartida por todos nosotros. Así como hemos aprendido a estar orgullosos de nuestros poetas y escritores, del jazz y del blues, tenemos que estarlo de nuestro cine, nuestra gran forma americana de arte». Una forma de arte de la que, seguramente, él es el representante más destacado en el último siglo en su país o incluso en su cultura.

Ya solo falta que dentro de unos años le caiga el Princesa a Spielberg y quizá que le den otro, a título póstumo, a Cimino para que el galardón pueda anotarse el tanto de ser el custodio de una época entera del cine norteamericano. Y luego habría que empezar, quizá, por otras cinematografías.