Ballet de la Ópera de París en el Campoamor: no tan estrellas

Yolanda Vázquez OVIEDO

CULTURA

La gala de danza de solistas y «étoiles», plato fuerte del Festival de Danza de Oviedo, se ahoga en un programa descompensado y falto de garra

09 may 2018 . Actualizado a las 09:36 h.

Se ha dicho muchas veces que las galas de danza de repertorio, y más si son largas, las carga el diablo. Son múltiples los factores que pueden influir en un resultado final que casi nunca es la suma de sus partes ejecutorias, esas que, aisladamente consideradas, constituyen la quintaesencia de lo que debe entenderse como la exhibición del trabajo de clase: primero de barra y después de centro. Un trabajo de representación del ballet de los más difíciles que existen y con el que es harto complejo encandilar al respetable si no se hace más que bien. Así de injusto es.

La velada de solistas y estrellas del Ballet de la Ópera de París del pasado domingo en el Campoamor no estuvo a la altura de lo esperado y los franceses exhibieron muy cohibida, en buena parte del programa (también hubo cosas excepcionales), una de las mejores técnicas del mundo, un reflejo acorde con los turbios y revueltos tiempos que vive la institución balletística, en entredicho estas últimas semanas por el «fantasma del acoso sexual». La mala gestión y un sistema jerárquico y de castas, que siempre ha estado ahí -viene de antiguo-, son el presente de una de las compañías más míticas, reconocidas y queridas del mundo, y han hecho que las alarmas entre cajas se aireen en el torbellino mediático analógico y digital. Así lo atestiguaba Le Monde, referente periodístico y uno de los primeros medios que evidenció públicamente la tensión que deja en el seno de la compañía una crisis ya larga. Disquisiciones al margen, importantes aspectos de la institución deberían cambiar. En eso, algo de ventaja les llevan los rusos; no en vano la fase más cruda de su calvario ya la han pasado.

Así que la finezza anunciada quedó por fuerza sublimada por el ínterin de su propio acontecer. Aun con todo, la enorme e histórica escuela francesa padece seriamente por no adaptarse a los cambios. Pero hemos de intentar estar a la altura de lo fino y decir, a tenor de las circunstancias, por qué lo fino no resultó tan fino. Comencemos de principio a fin, por orden de programa, intentando no ser demasiado aburridos, como (inevitablemente) suele ocurrir cuando se analizan galas tan largas.

Preludio

Coreografía: B. Stevenson, 1969. Música: S. Rachmaninov

Bailarines: Bianca Scudamore y Alessio Carbone

Pianista: Andrea Turra

Los ejercicios en la barra y la clase de ballet. Buena ejecución en general, destacando sobre el resto de la secuencia el sentido del allongé de Bianca Scudamore, si bien no mostró la suficiente profundidad en los pliés para elongar al aire el efecto de varios arabesques; un aspecto que en esta coreografía es muy importante, pues divide como nada el espacio a tempo lento. En cambio, sus pies adquirieron una dimensión perfecta; sus tendu supieron a gloria y la bailarina mostró un gran en dehors. De lo mejor. Salvo un pequeño resbaloncito y alguna mano despistada por tiesa, una muy buena ejecución de la obra, aunque nunca tan estratosférica como la de Lucía Lacarra que también se vio en el Campoamor. Buen momento de ballet clásico. Scudamore fue finalista con 15 años del Gran Prix de Lausanne de 2015 y todavía le falta el down sicológico que toda bailarina, más tarde o más temprano, debe experimentar. A ver cómo avanza.

La Bella Durmiente. Paso a dos. Acto III

Coreografía: versión de R. Nureyev, sobre la original de 1890. Música: Chaikovski

Bailarines: Myriam Ould Braham y Giorgio Fourés

Justita la ejecución de este paso a dos; justita porque justitos los dos. De lo mejor, tanto en el rol de la princesa Aurora como en el del príncipe Desiré, fue la colocación en el escenario y la excelencia de las posiciones (ahí de frente está la escuela). No hay ninguna duda: corrección en los ejes, en el cierre de pies, en la medida, todo ello limpio y blanco. Otra cosa fue lo cohibido de la emulsión del ballet, el aura, la pintura l’air; el flu vivace que quedó como restringido, demasiado tenue, algo atenazado; en algún momento incluso estuvieron como atabalados. Y sustraído eso, o sea, cortado de un cuento tan icónico como este, y metido en mitad de la nada, en una gala de danza, se nota bastante. Y en el ballet de repertorio, intérpretes e interpretaciones hay a patadas. Eso es lo bueno y también lo malo: que salen demasiadas comparaciones. La variación de Aurora, muy correcta, pero no excelsa; y ya. Y el príncipe, pues bueno: nuestro gran bailarín Joaquín de Luz, en el mismo rol, no tendría nada que envidiar. Mejora un poco todo en la coda final del extracto.

Le Parc. Paso a dos

Coreografía: Angelin Preljocaj, 1994. Creada expresamente para el repertorio del Ballet de la Opera de París. Música: Adagio del Concierto para piano Nº 23, K 488 de Mozart.

Bailarines: Alice Renavand y Alessio Carbone

Es complicado hablar de esta pieza. Influye tanto quién la interprete que se podría decir, de cada vez, una cosa diferente; sin embargo, su semántica constituye todo un referente. Le Parc es lo que podría llamarse un clásico contemporáneo; forma parte de la historia del repertorio hecho expresamente para las estrellas de la compañía francesa. La pieza es una maravilla, de esas cosas que uno volvería y volvería a ver solo para dejarse barnizar por el efluvio de un amor hidratado a base de miradas, movimiento y tacto. No es posible contemplar esta creación sin tener la sensación de transporte que produce la comprensión de la música de Mozart en lo creado para el cuerpo por Angelin Preljocaj: ni más ni menos que el significado del arte de amar. El margen del paréntesis abierto en esta pieza se parece a un anochecer amaneciéndose; es como un improbable que sí sucede, y los que lo contemplan lo pueden ver. Es así de explícito.

Pero muy poco de esto sucedió en el Campoamor el domingo pasado; nada que no fuera más allá de una realización correcta, buena y ajustada; nada que ver con lo que en su día Aurelié Dupont fue capaz de proyectar cuando bailaba esta obra. Hoy día, la gran étoile de la compañía, ahora en cargo importante, es una mujer muy cuestionada en el seno de la Ópera de París. Quién lo podía imaginar.

Alles Walzer

Coreografía: R. Zanella, 1997. Música: J. Strauss

Bailarina: Valentine Colasante

Llegados al quinto corte del programa, por fin alguien se quitó el peso de la gala y de la escena y emitió luz en la pieza Alles Walzer como lo que es, una primera figura. Valentine Colasante despojó de gravedad el asunto, y más con la gracia propia de un latino que de un centroeuropeo, celebró, en puntas y con traje de chaqueta, la alegría de la escena y la seguridad en la expresión en el momento de su intervención. Estuvo estupenda. Muy atinada.

Signes

Coreografía: Carolyn Carlson, 1997. Música: R. Aubris

Bailarines: Marie-Agnes Gillot y Antonio Conforti

Y llegó el turno para otra de las estrellas de la velada. Marie-Agnes Gillot, retirada el pasado marzo de la primera línea escénica, ofreció junto a Antonio Conforti un atemperado paso a dos en Signes, con la solvencia característica de la buena escuela de la que proviene. Molde y tono de gran expresión corporal bailada, de tronco dúctil, cimbreante y narrativo a la par. En fin, el arte de las buenas artes en gran armonía al pasar del contemporáneo al neoclásico, y viceversa, en media punta. Enormes tablas las de Gillot. Un gusto verla, sinceramente.

Don Quijote. Paso a dos. III Acto

Coreografía: M. Petipa, 1869. Música: Ludwing Minkus

Bailarines: Bianca Scudamore y Francesco Mura

Cerró la primera parte del programa el gran paso a dos de la última parte de El Quijote a cargo de Francesco Mura y de Bianca Scudamore, quien, de una salida y al abordar un arabesque, sufrió un sonoro planchazo con abanico incluido, de los de dolor agudo en el patio de butacas. Una ejecución sin sueltas para los equilibrios en attitude pero, aún con todo, un balance muy atinado con buena exposición escénica del garbo y la españolidad; mejor de lo que cabía esperar. Justo es valorar la variación de su partenaire, Mura, que solventó su intervención con seguridad y aplomo.

Y si de Kitris se trata, así de mano y con un gran nivel en la Compañía Nacional de Danza salen dos: Cristina Casa y YaeGee Park, que solventan muy bien su papel en la versión de José Carlos Martínez estrenada en La Zarzuela en diciembre de 2015.

El Lago de los cisnes. Paso a dos. Acto IV

Coreografía: versión de R. Nureyev sobre la original de Petipa / Ivanov. Música: Chaikovski

Bailarines: Myriam Ould Braham y Antonio Conforti

El azul no gótico y evanescente abrió el segundo tramo de la velada. Las alas-brazo de la escuela francesa forman parte, consciente e inconsciente, del imaginario colectivo, y tuvieron su momento en el fragmento de este ballet blanco. Una Odette en su sitio, en el del misterio tímido, para un paso a dos de no excesiva dificultad.

Tras el cisne blanco, tiempo para uno de los momentos más retro-patrios de la noche. La música del Jacques Brel fue testigo de que Giorgio Fourés coloreara el escenario avant la couleur con la pieza Les Bourgeois. Funcionaron bien los giros en los grandes saltos en el aire y a 360 grados, muy a lo The next step, que dijo algún niño.

El siguiente plato del menú fue Together alone (2015), una coreografía del francés Benjamin Millepied que puso el toque de intimismo revelado, sereno y lúcido en las manos y pies de Alice Renavand y Alessio Carbone. Bien hecho, pero no hubiera pasado nada si se hubiera prescindido de esta pieza. A la gala le sobraba metraje.

In the middle, somewhat elevated (1987), obra del renovador Forsythe, trajo el neoclásico en puntas con indumento de trabajo para maniobrar el pictograma de la nomenclatura bailada, creada por él para el arte de la danza. Todo transcurrió bien en la pieza hasta la segunda caída de la noche, que se solventó profesionalmente.

Y llegamos al final de la tarde-noche de danza. Aunis puso el festejado y alegre antebroche final de la mano de tres solistas masculinos: Pablo Legasa, Francesco Mura y Simone Valastro, acompañados por los acordeonistas Christian Pacher y Gerard Baraton, que le dieron el toque costumbrista a todo el conjunto. La pieza, de buena factura, fue muy entretenida por el juego escénico que estuvo bien traído al frente por parte de los tres bailarines, y bien cuajado el aspecto lúdico del tono coreográfico y musical. La gala finalizó con la habitual coda de conjunto (Etudes) en la que intervinieron todos los bailarines desenvolviendo la coreografía de Valastro. Mención especial para la música en vivo, la del piano de Andrea Turra en Preludio y Together alone.

Pero, paradoja o no, curiosamente, lo que sin duda alguna brilló más en una gala de estrellas no tan estrellas fue el contemporáneo y el neoclásico por encima del ballet académico que cuenta el cuento. Cosas que pasan. Un cuento que intentó nivelar con otra proyección, con algo más de chovinismo que paciencia, el marido de la actriz Natalie Portman, el mediático bailarín y coreógrafo Benjamin Millepied, de los últimos en dirigir artísticamente la compañía y que fue fichado precisamente por eso: innovación y tendencia. No duró en el cargo ni dos años; renunció en 2016, habiendo tomado las riendas de la institución en 2014. Colisionó directamente con los excesos de un paquidermo administrativo y artístico demasiado clasista; la antípoda de los tiempos que corren ahora en la danza. Poco trascendió de su paso por el templo del ballet. Eso sí, confesó que «fue toda una experiencia».

Así que, por todo ello, la gala no representó una oportunidad perdida ni ganada, sino mal gestada, porque cuando algo no va bien es el barómetro de la propia escena el que decide y no perdona nada.