La Bayadera en versión «light»

Yolanda Vázquez OVIEDO

CULTURA


El Ballet de Monterrey cierra de forma irregular el ciclo de danza del Campoamor presentando una coreografía de repertorio canónico exenta de magia, a la que el público correspondió con desgana

19 jun 2018 . Actualizado a las 09:16 h.

Última de abono del Festival de Danza de este año y turno para el Ballet de Monterrey, compañía mexicana dirigida por José Manuel Carreño, la cuota cubana de la cita dancística ovetense y uno de los grandes bailarines de la década de los noventa del pasado siglo. La última vez que Carreño pisó el Campoamor lo hizo en el hall del teatro, entre acto y acto, hace un par de años, cuando dirigía el Silicon Valley Ballet, una agrupación que entonces no cuajó nada bien su programa.

Los de Monterrey pusieron el colofón el pasado jueves a un festival de danza que este año se ha saldado de forma desigual: la calidad ha basculado más hacia la danza y el ballet contemporáneo que hacia las producciones de clásico. El canónico ballet La Bayadera (1877) es uno de esos cuentos para dejarse embelesar por los aires de Oriente, para trasladarse a otro momento y circunstancia, y también para tocar el color y el calor de las noches de ensueño oriental acompañado de la lisergia del opio, la droga que debería habernos transportado hacia la definición del verdadero amor en su acepción más aromática y romántica. Porque una bayadera es una bailarina-cantora de la India, que vive con arreglo a distintos grados su consagración a un templo o a una deidad: una mujer para hacer realidad un sueño por su capacidad invocadora y su espíritu de entrega.

Pero la velada no se desarrolló así; no hubo cuento, como tampoco mucho encanto en el segundo acto: el tiempo para el ballet blanco a través de uno de los pasajes más hermosos de la historia del género, con la escenificación del amor en el Reino de las Sombras. Y el público correspondió en la medida en la que se lo convenció; o sea, más bien desganadamente: tal como se le contó el cuento. Eso, y que la factura técnica y académica no estuvo a la altura esperada; más bien resultó algo ramplona en algunos momentos.

Cuando un ballet de esta magnitud técnica y aparato escénico manifiesta carencias y su exposición se muestra de forma rala, acaba notándose. En las intervenciones de los pasos a dos, sujetar a las bailarinas en los giros más de la cuenta, apretar manos en las sujeciones de las terminaciones de una diagonal o de una pequeña secuencia de ballet en el centro de la escena (intervención de la pareja o parejas principales) o sobreayudar a la bailarina si sufre desequilibrios en puntas, son pequeñas trampas que se pueden enmascarar con mucha maestría y parecer buenas, pero no siempre. Y eso lo saben hasta los ratones de campo: cuando cuela, cuela, y cuando no cuela, no cuela. Y a los de José Manuel Carreño, en varias ocasiones durante el transcurso del primer acto, les pasó un poco eso.

Lissi Baez, en el rol de Gamzatti, aunque mentalmente en su papel, no estuvo fina; digamos que estuvo más en espíritu que en hechura técnica. Y Brian Ruiz como Ídolo de Bronce, en el tercer cuadro del primer acto, no iluminó nada, más bien lo contrario. Y un poco lo mismo en varias de las intervenciones del resto del elenco: puntas desiguales, mala factura de los entrelacés en el paso a cuatro a la mitad del primer acto; un anecdotario de pequeñas cosas que, sumadas, hicieron que todo el conjunto se resintiera notablemente como producción balletística de primer orden. Y es que esta coreografía (donde la estética, incluso la imaginación y la propia ejecución del ballet, son tan importantes) no debe contemplarse como si el espectador sintiera que una parte del elenco tiene miedo, sobrecarga; porque eso no deja que las cosas salgan, que se expongan con la debida soltura y gracia. Y si esa sensación se impone es porque algo no funciona por dentro como debería.

El segundo acto, el del ballet blanco del Reino de las Sombras, el símbolo icónico más comprometido de la velada, se salvó con poca magia, pero se salvó, aunque temblaran algunas piernas. La entrada de las bayaderas transformadas en espíritus (secuencia de arabesques para volver a posición de arranque) es de esas cosas de puro deleite, y por las que el espectador piensa que verdaderamente está en otro mundo y, además, a golpe de repetición continua y muy larga sin que ocurra nada; un punto de notabilísima creación coreográfica por lo que de submundo, oquedad y espiritualidad irradia. En origen este extracto fue concebido para ser realizado por 32 bailarinas.

Por el esfuerzo artístico y técnico desplegado, sí merecen reconocimiento las dos figuras principales de la noche, sobre las que recayó cierto embrujo, y más en esta segunda parte de la coreografía: Junna Ige como Nikiya y Ernesto Mejica en el rol de Solor. José Manuel Carreño, de 50 años, se subió al escenario para, además de dirigir, hacer las veces de Gran Brahmán. Vale.

Aun con todo, bastante mejor recuerdo para los de la Ópera de París que para esta Bayadera, una coreografía de repertorio orgánica y fundamental, y que entera es muy poco habitual en el Campoamor, que en manos de los mexicanos resultó (económica) y artísticamente sobrevalorada. El patio de butacas registró algo más de media entrada en una jornada escueta de ballet clásico.

Fícha artística y técnica

Ballet de Monterrey

Director artístico: José Manuel Carreño

La Bayadera, (1877)

Coreografía: Luis Serrano y José Manuel Carreño sobre la original de Serguéi Judekov y Marius Petipa. (Ballet en dos actos)

Partitura musical: Ludwig Minkus

Vestuario: Marco Reyna

Escenografía: Raúl Font

Roles principales: Nikiya, Junna Ige; Solor, Ernesto Mejica, Gamzatti, Lissi Baez; Ídolo de bronce, Brian Ruiz; El Gran Brahaman, José Carreño; El Rajá, Guillermo Villafuerte; Guerrero principal; Daynier Rivero; y el Fakir principal, Nicolás Merenda

Cuerpo de baile: bayaderas, fakires y Reino de las Sombras

Ballet clásico en dos actos. Duración aproximada: 95 minutos

Teatro Campoamor, 14 de junio de 2018. Oviedo