Mel Gibson, racista y fan de Trump en el thriller «Dragged Across Concrete»

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Tras su Óscar por «El hijo de Saúl», László Nemes retorna con «Sunrise», tratamiento insólito de la caída del Imperio austrohúngaro

12 ene 2019 . Actualizado a las 16:52 h.

El director de cine estadounidense S. Craig Zahler (Miami, 1973) es un fenómeno astral en la velocidad de su ascenso a autor de culto. En solo un par de años, con el remix de wéstern y terror de Bone Tomahawk (2015) y el show de subgénero carcelario ultraviolento de Brawl in Cell Block 99 (2017), es ya Zahler la gran esperanza blanca de los amantes de taquicardias y transgresiones de lo políticamente correcto. No defraudó en esta Mostra con su nuevo aldabonazo para estómagos de cemento.

Dragged Across Concrete, su tercer filme, arranca como uno de aquellos thrillers de revenge setenteros de Charles Bronson. Pero el bigote de Bronson lo ha heredado aquí Mel Gibson: es un policía revenido, racista (como el actor en su vida privada), que se permite bromas sobre Luther King y defiende una idea de los latinos que no difiere de las palabras de Trump sobre los violadores y la mala gente que invade Estados Unidos por el Río Grande. Y que entabla con su colega de buddy-movie Vince Vaughn conversaciones homófobas o transfóbicas sobre las canciones de timbre andrógino que no saben si son de tipos o de mujeres, «porque hoy ya no sabes si hay géneros» [sic].

Estás a punto de cabrearte ante tanto azote trumpiano. Pero ya hemos aprendido que Craig Zahler es un provocador que se redime de sus zafiedades. Lo hace cuando el buen rollo del cine de colegas se va oscureciendo como boca de lobo. Así, Dragged Across Concrete se extiende en 160 minutos en los que Gibson y Vaughn devienen tenientes corruptos, expurgan sus pecados y se inmolan en una noche que no acaba. Son antihéroes cansados que, como todos los personajes de Zahler, terminan por descubrir que el mal se extiende mucho más allá de lo que ellos han imaginado.

Budapest espectral

László Nemes es otro de los desertores de Cannes cuya huida más debe de haber dolido en la Croisette. Allí lo encumbraron hace un par de años con El hijo de Saúl, en la que Nemes lograba lo impensable: hacer sentir el horror del Holocausto desde una obra de ficción. Su esperada segunda película, Sunset, cuenta el hundimiento del Imperio austrohúngaro. Pero no desde una narración histórica lineal, sino a partir de un mecanismo de inmersión demoledora que te hace perder pie, espacio y tiempo a través de un montaje fragmentado, una banda sonora apabullante y un planteamiento psicotrópico muy similar al que le servía en El hijo de Saúl para hundirte en las simas de un campo nazi. En Sunset, en un Budapest espectral, la protagonista descubre una trata de mujeres, empleadas de una sombrerería, para servir como carnaza para los aquelarres de la nobleza que se derrumba con el nuevo siglo. Y Nemes, de nuevo, te atrapa, te noquea, te mesmeriza con una composición visual que va de lo sublime a lo pesadillesco. Es cine que te exprime y desasosiega. A mí me compensa el vapuleo porque cada una de sus obras es un viaje hipnótico por la pantalla como Laguna Estigia.

En cambio, At Eternity’s Gate, del artista polifacético Julian Schnabel, no te lleva -pese a su ampuloso título- a las puertas de ninguna parte. Es un excurso vago por la figura de Van Gogh -soportado por un gran Willem Dafoe, lo único salvable de este timo-, un mini biopic de cine reseso, con unos cuantos insertos de actores de prestigio (Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, un risible Oscar Isaac como un Gauguin muy cool) y el postureo visual vacío tan caro a Schnabel.

En El Pepe, Emir Kusturica da voz al expresidente uruguayo Pepe Mujica, que se pasea estos días por el Lido como si estuviese en su chacra. Es tal el carisma del ex guerrillero tupamaro que el personaje te genera esa empatía singular ya bien conocida, de modo que poco tiene que hacer Kusturica, aparte de mostrarse incapaz de aprender a sorber mate.