Picasso, la construcción de una voz artística propia en quince obras

Héctor j. porto BILBAO / E. ESPECIAL

CULTURA

Megan Fontanella, comisaria de la exposción «De Van Gogh a Picasso. El legado Thannhauser», ante el cuadro de Picasso, «La mujer del pelo amarrillo»
Megan Fontanella, comisaria de la exposción «De Van Gogh a Picasso. El legado Thannhauser», ante el cuadro de Picasso, «La mujer del pelo amarrillo» LUIS TEJIDO | efe

El Guggenheim de Bilbao muestra el legado de Justin K. Thannhauser

21 sep 2018 . Actualizado a las 08:36 h.

Los inicios de la modernidad en el arte, un magnífico laboratorio creativo retratado a través de medio centenar de obras (de entre 1867 y 1965), con París en su epicentro. Eso es lo que se puede ver, desde hoy, y de forma excepcional, en el museo Guggenheim de Bilbao, en De Van Gogh a Picasso. El legado Thannhauser, exposición patrocinada por la Fundación BBVA. La muestra ofrece una selección de los fondos donados en la década de los años 60 por el galerista Justin K. Thannhauser a la Solomon R. Guggenheim Foundation -que tutela el centro de arte neoyorquino-, que incluían treinta Picassos y a lo que se sumaría después, en 1984 y 1991, la generosidad de su segunda esposa, Hilde, que entregó una decena de piezas más. Se puede hablar de la cita vasca como de un acontecimiento extraordinario, ya que desde que el marchante judío alemán se instaló en Estados Unidos en 1940, huyendo del nazismo y su persecución del «arte degenerado», la mayoría de estas obras no habían regresado a Europa.

Más allá de un ensayo sobre los primeros pasos dados hacia el cubismo y las vanguardias, la exposición es una celebración del valiente «empeño sostenido a lo largo de su vida» por el coleccionista Thannhauser, como señalan el presidente de la Fundación BBVA, el chantadino Francisco González, y la comisaria de la Solomon R. Guggenheim Foundation, Megan Fontanella, que coordina el proyecto.

En ese retrato de la modernidad en ciernes destaca el lugar que ocupa en la muestra la figura de Picasso, que anega la tercera sección. Y es que el pintor malagueño, coetáneo del galerista, trabó una intensa amistad con Thannhauser, al que dedicó y regaló en 1965 el óleo que cierra la exposición: Langosta y gato. En esta sala se puede disfrutar de las fases iniciales de Picasso, cuando aún busca su estilo; se incluyen aquí algunas obras barcelonesas, cuando aún firmaba como P. Ruiz Picasso, como en el caso del dibujo sobre papel Al final del camino, datado en 1899-1890, en que aparece una comitiva fúnebre que habría pintado poco tiempo después de la muerte por la difteria en A Coruña de su hermana Conchita, en enero de 1895, y de que él mismo superase la escarlatina cuando vivía en Madrid. Ya en París, en 1900, recién llegado, expresa su fascinación por la gran ciudad y por sus fiestas nocturnas de café en Le Moulin de la Galette, una composición espléndida sobre el ambiente de esta famosa sala de baile que lo emparenta con artistas como Lautrec o Manet. Del expresionismo va virando rápidamente en pos de una voz propia. Es ahí donde encaja la peculiar (no solo por su pequeño formato) El pájaro, poderosa y esquemática pieza en la que el cubismo es ya una realidad de la que no hace falta hacer ostentación. Luego vendrá el retrato de formas rotundas, curvilíneo, de La mujer del pelo amarillo, que representa a su amante Marie-Thérèse Walter en actitud relajada y que deja en el aire una clara evocación de la pintura de Matisse, no solo por el estallido de color y la voluptuosidad. Dos hermosas naturalezas muertas dan paso a la lírica y vivaz pincelada de Dos palomas con las alas desplegadas y a la violencia del enfrentamiento de Langosta y gato, que apela a los bodegones clásicos e incluso a algunas escenas de animales de Goya.

Más allá de Picasso

Pero Picasso no acapara todo el protagonismo en la muestra, sino que lo cede en justicia a otros autores como Manet, Cézanne, Rousseau, Degas y Van Gogh.

Los Thannhauser fueron una familia dedicada desde los albores del siglo XX a difundir y promover el arte emergente, labor que comenzó a visualizarse cuando Heinrich, el padre, inauguró en el centro de Múnich en 1909 la Moderne Galerie y ya antes, en 1905, cuando abrió con otro socio la Moderne Kunsthandlung, que fue una ventana a las vanguardias para el arte alemán, sobre todo con la exposición retrospectiva póstuma que sobre la producción de Van Gogh organizó. De ahí salió la exposición de El jinete azul y la eclosión de Kandinsky.

El hijo redondeó en Berlín y París esta empresa de mecenazgo del arte experimental y, por afinidad, acabó por dejar buena parte de su colección a Solomon R. Guggenheim, que de algún modo construyó sus fondos en torno a esta base de impresionismo, postimpresionismo y los demás precursores de la era moderna a nivel formal y técnico, como recordaba ayer el director de la fundación neoyorquina, Richard Armstrong.