Bollaín vende melaza endomingada en la tóxica «Yuli»

JosÉ Luis Losa SAN SEBASTIÁN

CULTURA

Juan Herrero | EFE

Su película-postal provoca bochorno, rezuma vergüenza ajena en cada plano

24 sep 2018 . Actualizado a las 09:26 h.

Salgo de la proyección de la bien tóxica Yuli, fruto del temible tándem que forman la realizadora Icíar Bollaín y el guionista Paul Laverty. Y todavía los dedos escurren merengue. Abruma un Kursaal endomingado y festivamente patronal que todo lo aplaude. Te sientes en el pase de esta película como perico en el Camp Nou. Yuli quiere ser un biopic del célebre bailarín cubano Carlos Acosta, aunque también se quiere vender como el Billy Elliott habanero. Pero al lado de este rebozo en melaza cubana, el piolín Billy Elliott pasaría a ser el Johnny Rotten de los Pistols. O como Pennywise, el punk bailarín. Hay en Yuli agudos niveles de impudicia a la hora de abusar de los tópicos del peor cine de la pornografía emocional: el niño como objeto de ternura bovina, el padre coraje, el dolor del exilio, las manoseadas tragedias íntimas o colectivas derivadas del brexit cubano que nunca el pueblo pudo votar.

Bollaín y Laverty -el hombre que fagocitó a Ken Loach- son no solo impúdicos, sino incapaces. Su película-postal provoca bochorno, rezuma vergüenza ajena en cada plano. No es que sorprenda esta película chupamedias para con el espectador. De esa explotación de la buena gente vive el sentimentalismo infatuado de Bollaín o Laverty. Pero hay que maldecir las neutralidades o las complacencias ante este tipo de cine que lleva en su médula la vocación de embrutecer a su audiencia. Y de adocenar ese arte irrepetible que es el de emocionar desde una pantalla que desprenda nobleza, honestidad, talento. Todo de lo que carece Yuli.

Brillante Mendoza fue la cabeza de puente de un cine filipino insurgente. Con la misma prontitud con que se alabó su nombre, bajó el suflé y fue pronto sobrepasado por el nuevo filipino à la page, Lav Díaz, ese que secuestra a los críticos de festivales con películas de ocho horas, sin que nadie haya todavía acudido al Tribunal de la Haya. En Alpha. The right to kill se intuye un tímido intento de Mendoza de levantar cabeza sin que se la vuelen al punto los supermodernos adoradores de Díaz. La suya es una película pequeña, sin pretensión autoral, pero en absoluto desdeñable como mecanismo de denuncia de Filipinas como Estado fallido. La red de tráfico de drogas en Manila, cuyas madejas enredan a policías corruptos y llevan hasta la cúpula, está cosida con materiales bien previsibles. Todo está bastante enfatizado. Pero su propuesta es limpia. De fondo, se perfila en la televisión la voz y la figura del autócrata Duterte, uno de los duces populistas de los regímenes iliberales, de la posverdad al modo del suroeste del Mekong.

Este Alpha, sin alharacas, es infinitamente más estimable en su retrato de un sistema corrupto que el festín demagogo y estruendoso de Sorogoyen que aún colea, que podrá ganar goyas, pero eso no desdirá su genética de celuloide artero, más falso que las pesetas. Y hablando de pesetas, como «película definitiva sobre la corrupción sistémica» que es como se define El reino, está producida bajo la égida del impoluto mecenas Gerardo Herrero.