José Luis Cuerda pega zarpazos de humor ácido en «Tiempo después»

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN / E. LA VOZ

CULTURA

La secuela de su filme «Amanece, que no es poco» se ambienta en un futuro distópico

25 sep 2018 . Actualizado a las 08:52 h.

Hace treinta años, José Luis Cuerda dirigió una comedia atípica en la tradición española -más centrada en el costumbrismo o en el humor negro de Berlanga o Ferreri- y con Amanece, que no es poco creó un territorio bien singular que -pasado el tiempo- se erigió en lo más parecido que la industria española puede definir como película de culto. Cuando ya parecía que Cuerda había colgado las botas, el festival acogió ayer la nunca pensada secuela de aquella obra que toreaba bien el disparate, con los campesinos expertos en William Faulkner y los hombres que crecían como árboles. Tiempo después tiene mucho de revival y de homenaje que la comedia española brinda al cineasta. Ambientada en un futuro distópico, por su desigual trayecto aparecen confabuladas varias generaciones de humoristas, desde los inevitables chanantes a los miembros de Animalario o a Buenafuente y sus derivados.

Planteada sobre un intento de emulación -especialmente, en los diálogos- de su matriz tan celebrada, es verdad que esta secuela se respira algo maniatada. La idea del absurdo es aquí como una señal de dirección única que fuerza al extremo el rumbo del guion. Está muy lejos de la espontaneidad que la función precisaba y por ahí crujen bastante las cuadernas de Tiempo después. En su núcleo está el desarrollar la trama en torno a una lucha de clases que quiere ser esperpéntica y lo consigue solo en contadas ocasiones. Pero, en medio de la desigual fortuna de esta película que suena a despedida, aún asesta Cuerda zarpazos de humor vitriólico, especialmente antimonárquico, con una invitación a que los personajes se suelten por peteneras con un inopinado ¡Viva el rey! que -evidentemente- es anterior o premonitorio de nuestra más tragicómica actualidad política.

Drogodependencia

Se recibió bien la joie de vivre de Tiempo después. En mayor medida porque antes se nos había sometido a una sesión de cine que exprime el dolor, que se recrea en las incurables heridas de una familia que sufre la drogodependencia de uno de sus miembros en Beautiful Boy, de Felix van Groeningen. Venía aureolada como una de las probables candidatas al Óscar. Y es factible que sobre todo los actores -un Steve Carell sobrio en su papel de padre, y el joven emergente Thimotée Chalamet, el descubrimiento de Luca Guadagnino en Call Me By Your Name- lleguen en el febrero próximo a ese puerto de los premios. Pero Beautiful Boy no juega con limpieza las cartas de un ejercicio tan delicado como el que se corresponde con los materiales sensibles que maneja. No responde ni al clasicismo retro de Días de vino y rosas o El hombre del brazo de oro ni al malditismo veraz del Gus van Sant de My Own Private Idaho o Drugstore Cowboy. Groeningen -experto manipulador en dramas al límite, recuerden Alabama Monroe- ofrece una sobreexposición de sentimentalismo dañino sin protección, cimentado sobre una idea simplísima: la de echar sal en la herida del tiempo, en los recuerdos de Steve Carrell -evocando al hijo antes de la caída-, para luego devolvernos, en un deshonesto juego del yo-yo, a los derrumbamientos perpetuados ad infinitum del ángel ebrio Chalamet. Y todo ello aderezado por una banda sonora efectista y como de remix de todo a cien en el cual caben Bowie o John Coltrane, o las palabras de Bukowski manipuladas para llevar el filme a la más vil de las moralinas de ese tipo de cine que no se abre nunca a la catarsis liberadora sino que emponzoña con su inescrupulosa amalgama de golpes bajos.