Cuentos chinos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

CULTURA

ED

02 dic 2018 . Actualizado a las 11:12 h.

Oí hablar de Shan Tianfang por primera vez en China, en 2010. Me fijé entonces que de todas las radios de los taxis salía esa misma voz característica. Sus largas historias eran lo único que les hacía soportables a los taxistas los irrespirables atascos de Pekín. Me explicaron que la fama de este narrador de historias tradicionales era descomunal. Llenaba estadios, y más de cien millones de oyentes escuchaban en la radio, embobados, su declamación de El héroe de las cejas blancas o la historia de Sankia Wayi. Me entero ahora, tarde, por un número atrasado de una revista, del fallecimiento de Shan Tianfang a los 83 años de edad, que ha llenado de luto a China.

Lo curioso es que Shan Tianfang nunca quiso ser un cuentacuentos. Hijo de un tocador del laúd de tres cuerdas y de una actriz a la que llamaban «la chica pálida», sabía lo duro que era el mundo del espectáculo tradicional. Quería ser médico, pero al final no había tenido más remedio que iniciarse en el circuito de las casas de té de Liaoning (en China, los mejores narradores son del nordeste), donde en los años cincuenta del siglo pasado contaba sus historias entre los carraspeos y las toses de la audiencia. Lo hacía como se había hecho durante siglos: sentado en una silla alta detrás de una mesa, con la ayuda de un abanico, un pañuelo y un trozo de madera. El trozo de madera se usa como un mazo para llamar la atención del público o para crear tensión, y el abanico y el pañuelo sirven para remarcar alguna acción: una espada que se desenvaina o un pájaro que sale volando.

Shan Tianfang llegó a tener éxito. Pero vino entonces el período de la «revolución cultural», una apoteosis de destrucción que declaró la guerra a todo lo tradicional, incluidos los contadores de cuentos. A Shan Tianfang lo enviaron a prisión para reeducarse. Para que entendiese claramente el mensaje, también le arrancaron todos los dientes, con lo que ya no podía hablar en público. A los dos años, Shan Tianfang logró escapar y sobrevivió en la calle y vendiendo flores artificiales. Finalmente, la revolución cultural se consumió en su propio fuego y Shan Tianfang, con un esfuerzo monumental, se rehízo. Con una prótesis de plástico en la boca, aprendió dolorosamente a pronunciar de nuevo, y se empleó en la radio, que en los años 80 vivía una era dorada en China porque el consumismo incipiente hacía posible que mucha gente se comprase un aparato. En la radio no había abanico, pañuelo ni bloque de madera, pero Shan Tianfang daba golpes con su mano izquierda, y (esto era muy importante) se fijaba en las reacciones de los tres técnicos de sonido, porque un contador de cuentos necesita un público para administrar su narración. Esta vez su éxito fue inmenso. A lo largo de los años siguientes llegó a grabar 12.000 episodios de más de un centenar de historias que él mismo adaptaba. En total, más de 6.000 horas declamadas de memoria ante el micrófono. Toda una proeza de talento y amor a la ficción.

Cuando me hablaron de él en aquel taxi de Pekín, Shan Tianfang ya llevaba dos años retirado, pero se seguían emitiendo sus grabaciones. Y aún siguen emitiéndolas: sus versiones de las «cuatro novelas clásicas» o de La frontera azul con sus nueve docenas de héroes. Cada vez que se forma un atasco en algún lugar de China, se encienden las radios de los coches y se escucha Shan Tianfang, con sus historias de heroínas que saltan como tigresas de una montaña a otra o sus guerreros que luchan contra la injusticia. Luego los coches se ponen en marcha y ahí queda flotando la historia, en una nube de dióxido de carbono y fantasía que a veces acaba abarcando todo el inmenso país.

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