«The Marvelous Mrs. Maisel»: ¿Por qué Migde es tan maravillosa?

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Se estrenó discretamente, pero la historia de esta abnegada ama de casa que se mete a comediante tras advertir su descarada cornamenta se merendó la temporada pasada todos los premios habidos y por haber. Acaba de estrenar entrega en Prime Video

14 dic 2018 . Actualizado a las 18:52 h.

Una noche como otra cualquiera, el más que acomodado matrimonio judío Maisel -él, vicepresidente de una importante compañía neoyorquina; ella, abnegada ama de casa y madre de dos impolutos pimpollos- se desploma en la cama tras una maratoniana jornada de trabajo. Joel se acurruca entre almohadones y en apenas un minuto cae rendido al descanso. Midge, sin embargo, espera pacientemente hasta asegurarse de que su marido reposa en fase profunda del sueño para levantarse entonces con sigilo y encerrarse en el baño. Arranca ahí una inesperada rutina que desenvuelve sin perder la sonrisa: se desmaquilla con diligencia, se aplica lociones varias en frente y carrillos y reparte su frondosa cabellera en partes equitativas que enrosca en enormes rulos de espuma. Luego regresa a la cama, no sin antes entornar ligeramente la cortina para que el primer rayo de la mañana la sacuda a ella del trance antes que a su esposo, hombre atareado. Se levantará rápido, se retocará con maña las pestañas y el carmín de los labios, se atusará el pelo bien domado por el efecto de la gravedad sobre la almohada -la onda, perfecta- y regresará, resuelta, a la alcoba.

Bostezo. Remoloneo. Y el chillido del despertador, madrugador. Cuando Joel se dé media vuelta, se encontrará a una Midge radiante: ni rastro en su lozano cutis de aturdimiento matinal, ni una sola legaña, nada de melena leonina ni atisbo de palidez. Sucede en el primer capítulo de The Marvelous Mrs. Maisel, solo en el primero, dando maravillosa cuenta de la dimensión que alcanza su protagonista, de su sacrificada naturaleza. Y entonces, su creadora Amy Sherman-Palladino (Las chicas Gilmore) sacude el tablero y Migde -educada para cocinar y para criar- se convierte, por casualidad primero y pura vocación después, en una carismática show-woman, tremendo su proceso de empoderamiento.

Pero rebobinemos un poco más, exactamente hasta el principio de los tiempos del relato de esta mujer que no podría arrancar en otro momento vital más oportuno que en su mismísima boda. Minuto uno, del capítulo uno, de la temporada una: ¿qué hace la señorita Maisel, además de estrenar apellido? Hablar y hablar y hablar, marcándose un sobresaliente monólogo que ya todo lo anticipa: ágiles y descarados diálogos, y una enérgica personalidad femenina bajo esa carcasa de perfecta damita del Upper West Side de mitad del siglo pasado. Una vía de escape. Ahí estaba.

Había sed de historias de mujeres. Pero es que además The Marvelous Mrs. Maisel es un caramelito visual, muy atendido, meticuloso en su factura. Cuando el espectador reparó en ello -su estreno fue más bien discreto, sin apenas jaleo promocional-, los primeros ocho capítulos de la serie protagonizada por Rachel Brosnahan ya estaba arrasando en toda entrega de premios a la que eran convocados. Cambia aquí ella el registro turbio con el que se nos presentó en House of Cards -aquella prostituta de la que Doug se cuelga hasta el tuétano- para mutar en una dicharachera joven, incontenible su palique, probablemente responsable de que la serie de Amazon vaya a repetir bingo en el turno de galardones que se acerca, nominada en las categorías más importantes de comedia. Pero es que, además, la mujer prodigio que es Miriam Migde Maisel nos acaba explicando -sin que medie intención didáctica alguna- que se puede luchar por lo que uno quiere de una manera a la que no estamos acostumbrados: a carcajada limpia.

Ay, el humor; tan sobrevalorado como infravalorado, un soplo de aire fresco aquí muy lúcido, antagónico, más que a lo aburrido, al chiste ordinario y al chascarrillo obvio. La protagonista, que se libera tras caer, atónita -pero, ¿no era yo la esposa perfecta?-, en que sin saberlo luce una cornamenta de aúpa, se desentumece cuando empuña el micro y se da cuenta de que hacer reír se le da mejor que a su fracasado y tan consentido esposo. También de algo más: de que no necesita a ningún hombre para nada.