La distopía sin mujeres de Casey Affleck y el engendro misógino de Fatih Akin

José Luis Losa BERLÍN | E. ESPECIAL

CULTURA

El director Casey Affleck y la actriz Anna Pniowsky
El director Casey Affleck y la actriz Anna Pniowsky HAYOUNG JEON| EFE

«Light of my Life», del director americano, es una película nada desdeñable que retrata un mundo en el que un virus ha acabado con la población femenina; «The Golden Glove», del autor alemán, además de estomagante, es cine artísticamente detestable

09 feb 2019 . Actualizado a las 18:31 h.

Después de las llamativas declaraciones de Juliette Binoche sobre Harvey Weinstein, la llegada de Casey Affleck a esta Berlinale parece no poder desligarse de las acusaciones de acoso que pesaron también sobre él hace un par de años. ¿Cómo explicamos, si no es así, que en un año sin apenas desembarco de Hollywood en la alfombra roja de este festival, tan ayuno de estrellas, la película que Affleck dirige e interpreta, y con la que ha viajado a Berlin, Light of my Life, se presente aquí en premiere mundial y no lo haga en el epicentro del festival, el Palast de la Potsdammer, sino diferida en el ostracismo de las salas del Zoo, alejadas del núcleo del certamen?

El filme de Affleck es una nada desdeñable distopía casi de cámara, con padre e hija de once años, mano a mano en un survivor entre bosques, nieve y espectro en casas fantasma. Un mundo donde un virus ha exterminado a las mujeres. No, no hay cuento de doncella ni panoplia similar. El apocalipsis según Casey Affleck es crudo ma non troppo y se acerca más al The Road de Cormack McCarthy, pero con la violencia física atenuada y la acción centrada en esa educación sentimental del padre y la niña disfrazada de chicuelo, un tour de force intimista de Affleck con una actriz joven, Anna Pniowsky, aparición de arrollador magnetismo precoz. Al actor y director norteamericano -intuyo, pero puedo equivocarme- lo han dejado fuera de la competición por una corrección política rigorista y absurda, con lo que, además de enviarlo en un extrañamiento al Zoo, lo han castigado sin posible oso.

JOHN MACDOUGALL | AFP

El que si luchaba por ganar el segundo Oso de Oro de su carrera -aunque esta haya ido jibarizándose desde aquel 2004- es Fatih Akin. Toda la expectación previa que había despertado The Golden Glove, su recreación de la trayectoria carnicera del serial-killer del Hamburgo lúmpen de los años 70 del pasado siglo Fritz Honka. Me siento conmocionado por el nivel de amoralidad ética con el que Akin, que demuestra haber tocado fondo, se enfanga en una operación carente de cualquier escrúpulo a la hora de exaltar el morbo en esta puesta en venta de su alma por un puñado de escándalos. La forma en que Akin exhibe el ritual de este asesino de ancianas alcohólicas en un patibulario local del barrio de St Pauli es de lo más inaceptable que este cronista ha presenciado en una pantalla.

Hay un cine de la crueldad justificado y que hay que defender, sobre el cual han filmado sangre y verdad Pasolini, Sion Sono. Ferreri, Wakamatsu, Escalante y tantos otros poetas de la destrucción. Admiro el cine de serial killers de Richard Fleischer, el gran maestro de la radiografia del asesino en serie y la patología del monstruo. O el del Henry de John McNaughton, que no se ahorraba hemoglobina necesaria. El grado de rechazo que provocan Akin y The Golden Glove no está en lo extremo de su violencia ni en la explicitud de su sadismo. La línea roja en el cine ?donde no debe haber censuras- la marca el punto en el cual uno abandona el territorio de la honestidad y se entrega a la autosatisfacción y el regodeo en la impiedad más gratuita y ofensiva, en la carne torturada vendida como mercancía al peso. Porque The Golden Glove, además de estomagante, es cine artísticamente detestable y misógino hasta la náusea. A Fritz Honk, el asesino real sobre el cual se focaliza este filme, lo detuvieron, tras años de descuartizar mujeres solitarias de edad provecta, por el mal olor que salía de la morgue que improvisó en su apartamento. A Fatih Akin lo delata el aura de pestilencia de su obra agusanada por la putrefacción. Y la impotencia creativa que denota su necesidad de chapotear en el estiércol en un intento desesperado e inútil de llamar la atención. Porque este cineasta se afirmó ayer aquí, sin ambages, como un creador ahogado en su propia charca que huele a mortandad.

En competición también pasó la alemana The Ground beneath My Feet, de Marie Kreutzer. Plantea cómo la esquizofrenia rodea a su ambiciosa y joven ejecutiva, a través del cerco paranoico que invade su estresada vida. Nunca sabemos lo que es o no verdad de ese entorno opresivo ?una hermana mentalmente perturbada, una jefa y amante tóxica- y el film va dibujando trazos de irrealidad o de pasos en la frontera hacia la pérdida de la cordura que remiten a Repulsión o a Perturbada, la penúltima película trash de Soderbergh vista aquí el pasado año. No veo la peor solución que Marie Kreutzer la cierre en falso, sin sacarnos del laberinto en donde nos ha metido. O dejándonos caer que la paranoia o el infierno son los otros, el rival de la oficina o la amante dominadora.

La coproducción de Noruega y Suecia Out Stealing Horses, de Hans Peter Moland, es de ese cine que va de intenso y evocador, con Stellan Skarsgärd recordando los placeres y los días de la adolescencia. Es celuloide que te va hundiendo con su pesadez vacua, con su banalidad infinita disfrazada de trascendencia como dickensiana. Pero que es tan solo como un escandinavo fiordo de impostura sobre tu espalda, con el que cargas ya el resto de la jornada.