Electra de sangre española

Yolanda Vázquez

CULTURA

Inmaculada Solomón y Eduardo Martínez en un paso a dos de «Electra»
Inmaculada Solomón y Eduardo Martínez en un paso a dos de «Electra» Jesús Robisco

El Ballet Nacional de España trae al Campoamor el mito griego y muestra una producción cerrada de clásica casta contemporánea bien presentada y de fácil lectura

18 abr 2019 . Actualizado a las 07:06 h.

Por fin lleno en el teatro Campoamor, con una de las actuaciones estrella de la programación de danza de este año, en un día en el que ayudaron a completar el aforo al menos dos cosas: el inicio del descanso en santoral por ser viernes de dolores y, en fin de semana de altura apostólica, de ramo y palmas, la presencia del Ballet Nacional de España (BNE) y su fantástico elenco para interpretar la letra del ballet Electra (2017) del coreógrafo Antonio Ruz (Córdoba, 1976). Y lo que se dice dolores, húbolos y, además, muchos; elegíacos incluso, como de pasos y estampas de Semana Santa, transmutados en lírica, de factura oscurantista, para tiempos de letargo, ardor y recogimiento. Nada podía pegar mejor. Como se dice al final de la obra: «La sangre llama a la sangre». Rojo o negro pasión, según se mire, que para eso estamos en la semana más santa de todas.

El Ballet Nacional de España, que despide este verano a su actual director, Antonio Najarro (que en la obra es Egisto, el amante de Clitemnestra, la madre de Electra), exhibió poder, factura y gloria rodada a través de unos cuerpos pormenorizados esplendorosamente para terribles hechos, gracias a la solvencia y veteranía de un elenco que, abarcando señas de contemporáneo y flamenco raíz, cuajó sin manchas el tamiz del mito y la tragedia. Dramática, recogida y ensimismada en su propio apostolado, esta Electra entre contemporánea y flamenca, no quedándose mucho en ninguna de las dos casas, se esforzó por dar al público una temática. Y el público lo agradeció enormemente y se lo demostró al final. Buena velada de danza.

Pero hablemos algo del mito antes de meternos en harina. El de Electra, sugerente como pocos mitos de la Antigüedad Clásica, tira fuerte de la curiosidad sobre el grave conflicto madre-hija, iluminado a través de los constantes encajes del amor que están siempre por delante y por detrás de todo paso, de toda acción. En la mitología griega estos hechos hunden sus raíces en tierra de Troya, experienciados de entre un buen puñado de dioses y reyes que más tarde Eurípides, uno de los grandes trágicos griegos, y que escribió su Electra como parte de una trilogía, se encargó de, digamos, abreviar, dejando ese gran coro de deidades más reducido para simplificar la comprensión de la obra y mostrar un hilo argumental más fluido y no tan lioso. No en vano a Eurípides se le consideró un innovador en el tratamiento de los mitos, entre otras muchas cosas. A Electra, de mano, la sitúa en el campo, como una campesina, igual que hace Antonio Ruz con la suya (Inmaculada Solomón); y es aquí donde precisamente arranca la coreografía del cordobés: en el campo y con una muchacha rodeada de agua.

El sabor actual de la Antigüedad

El conflicto trágico del que se sirve Eurípides es el matricidio: Electra mata a su madre, tras haber esta asesinado a su esposo, padre de Electra y Orestes, quienes entienden el crimen en justo precio por el asesinato de su padre. El potente problema moral que subyace se intenta plasmar desde la verdad del sufrimiento (familiar y consanguíneo, de ahí su potencia), pasando de vida a muerte y de muerte a vida como un todo irreversible que precisa de un acabamiento: es un imponderable y es, además, insoportable. Y este es también el leit-motiv de la pieza coreografiada por Ruz, extraída directamente de esa parte poética tan pensada y tan específica de la mitología griega: qué es el hombre en el hombre para el hombre, desde el nacer hasta el morir; argones enteros de filosofía clásica, de la que todavía provenimos, y de la que para alguna que otra cuestión todavía seguimos echando mano. (Por algo será.)

Así que la obra expuesta sobre el doble entarimado del Campoamor (la tarima propia y la de percutir), es en el fondo una recreación clásica, resumida pero muy pegada a la dramaturgia poética antigua; es decir, a la que está algo preestablecida en la mente del buen espectador y, por lo tanto, fácil de seguir. Así que reproducir, y hacerlo así de bien, tiene mucho mérito, pero eso no se puede ni se debe confundir nunca con la creación para innovar. Esta Electra no innova nada; es estupenda por lo bien que cuenta lo que tiene que contar y por cómo lo amesta, nada más. (Y nada menos.) Y esta idea está perfectamente reflejada en los títulos de los cuadros de la obra, tal como figuran en el programa de mano: «Prólogo: una fotografía de familia». Ahí empieza la significación de la estética y el hilo del que tira toda la obra: el fotograma de cine de pintura negra; el paso estatuario como fogonazo. Casi ná.

Señalética estética, puerta de estampa

Los méritos de la recreación hechos para la danza española, que son unos cuantos, se nutren precisamente de eso, de una estética oscurantista, íntima de la confesión pausada, pero enérgica de dolor y sentimiento. La pose aflamencada marca el paso; buen hacer coreográfico de Olga Pericet, que conoce el Campoamor por su participación en Estancias Coreográficas 2017, y que dota a sus propias piezas de una impronta muy personal. Una gran artista.

El aire oscuro, el soplo nublado para el riesgo, la muerte y el deseo de venganza claman por el rito y la postura, que salvo en el primer cuadro (Electra es una campesina), en el segundo (El agua nada se lleva) y en el quinto (La cacería de Egisto), de un total de siete, son la pauta de un españolismo vivo pero ennegrecido. Los cuadros centrales, donde la tragedia se urde y se masca, tienen tintes lorquianos (Bernarda Alba); mujeres enredadas en faldas grises se lavan, cantan, merodean trajinando con el agua. La pintura (negra) de Goya también está presente, a través de esa espesura ambiental tan honesta y diferente; el punto de casta y pundonor se mueve, vaya que si se mueve. Qué bien baila la tristeza y el dolor el BNE, y cómo el flamenco la ensambla. Para eso, este arte es único.

Porque, por haber, hubo también el tono de otro pintor, el de un Ignacio Zuloaga estirado y campesino. Esas mujeres que utilizan el enorme vuelo de su falta como capa y pañuelo para la cabeza, usándolo todo a la vez, hacen bonito el elogio escénico de una España de ancestro rural, delimitada tan solo por la introspección de la propia naturaleza. Es lo mismo que hizo el pintor vasco con aquellas Mujeres de Sepúlveda (1909), tan larguiruchas y yermas, que enfundó en un trapo parecido y colocó semirrígidas en un paisaje. Lo mismo estas otras mujeres, que escondidas dentro del trapío se alaban para el sonido hueco, dulce por arropado, de la castañuela. Momentos bellos con aura de triste ternura: el trágico augurio.

Pero hay que ver el negro también como la forma de la disposición para la elegía y los ayeos en el aroma de la enorme voz de Sandra Carrasco, básica hilazón cantada de toda la función. Como también conviene decir que quien a gala tenga visitar el Campoamor, entre ópera y ballet o entre ballet y ópera, habrá podido asociar un momento concreto del final de aquel Werther de José Bros, un habitual de la temporada ovetense, tirado ante un panel oblicuo blanco y ensangrentado, de la misma manera que una parte, también oblicua y plana de la escenografía, nos muestra la defensa de toda la tragedia de esta Electra. Sale sola la asociación de ideas. Aquella muerte y esta otra muerte.

El ballet

En cuanto al ballet propiamente dicho, buena ejecutoria del BNE en noventa minutos de metraje para disolver los crímenes. Poco zapateado, pases y rápidas transiciones; pero sí colocación, fraseos y evoluciones secuenciadas, logradísimas en algunos instantes, que llevan al espectador a esa zona de ensueño donde la danza comienza a hablarnos personalmente. Varios momentos hubo de esos: las mujeres en fila en el río, mujeres de castañuelas internas, el paso a dos del principio de la obra con el sonido de un chelo que podría transportar casi cualquier cosa, La cacería de Egisto, un cañón de fuerza española de teatro bailado. También sobresalen sobremanera las interpretaciones de Inmaculada Solomón (Electra) y Sergio Bernal (Orestes), con un trabajo de tan buena factura que uno los busca sin querer con la mirada por el escenario; qué gran paso a dos el del encuentro de los hermanos tras la vuelta de Orestes, una gran historia de amor. Y qué gran bailarín es Bernal. Y no seríamos en absoluto justos si no trajéramos al frente la gran inmensidad de Esther Jurado: qué presencia escénica, tan grande que empacha, por más medido que todo lo haga. Una Clitemnestra de notable marca.

La leve dispensa de los zapatos, unas veces, y de los pies otras se hizo correlativa, pero no excesivamente voluntariosa para el escaso virtuosismo coreografiado, que no hubo en ningún momento. Se diría que todo lo contrario. Todo se hace sencillo porque la base coreografiada es la danza contemporánea de corte clásico, el fraseo que mejor domina Antonio Ruz, un creador formado y forjado al lado de maestros como Ullate o Duato, amén de haber creado trabajos para importantes compañías europeas como la Sasha Waltz, y de ser autor de piezas para compañías españolas como La Mov.

Su trabajo para esta Electra tira de una dialéctica contemporánea no demasiado contemporánea; bien al contrario, es clara para que puedan deslizarse luego, sin dificultad, las pinceladas de danza española. Es un fraseo de fácil ejecución y aprendizaje, pero de gran carga expresiva para el reflejo del dolor.

Mención especial requiere, por muchas razones, entre otras las de la despedida, la intervención de Antonio Najarro, director saliente del BNE y aquí un bailarín de soltura manifiesta en el cuadro del que fue protagonista (La cacería de Egisto): sazón de metrónomo con dotes para el estatuario y el equilibrio, eso tan cañí, que en un momento dado adorna el brillo de la rabiosa belleza de la virilidad. Un gusto verlo. Es como si nos dijera: ¡préndanme, pero qué les vaya bonito!

La obra se representó con la Oviedo Filarmonía en el foso con el acierto y la mano de Manuel Coves al frente. En la producción balletística del pasado siglo hay más de una veintena de coreografías reseñables sobre el mito de Electra, y también sobre sus segundas y terceras lecturas. Atendiendo a la ocasión, se hace imprescindible mencionar aquí la Electra de Martha Graham del primer año de la década de los treinta, una pieza llena de la innovación creativa tan característica de la gran autora americana. La nuestra es una buena producción de sangre española. Ahí queda, como obra mayor para el repertorio del BNE.

Así sea.

Ficha artística

Electra

Dirección y coreografía: Antonio Ruz

Colaboración coreográfica: Olga Pericet

Prólogo: Una fotografía de familia

Primer cuadro: Electra es una campesina

Segundo cuadro: El agua nada se lleva

Tercer cuadro: La pesadilla de Clitemnestra

Cuarto cuadro: Electra baila con la ausencia de su padre

Quinto cuadro: La cacería de Egisto

Sexto cuadro: Ya soy Electra

Séptimo cuadro: La muerte de Clitemnestra

Epílogo: Electra se llama la novia

Música: Pablo Martín Caminero, Moisés P.Sánchez y Diego Losada

Dramaturgia y letras: Alberto Conejero

Diseño escenografía: Paco Azorín

Diseño vestuario: Rosa García Andujar

Diseño iluminación: Olga García (A.A.I.)

Cantaora invitada: Sandra Carrasco

Director musical: Manuel Coves

Orquesta Oviedo Filarmonía. Músicos de flamenco del BNE

               Dirección musical: Manuel Coves

Elenco:

Asistente dirección: Lucia Bernardo

Atrezzo: Daniela Presta

Peluquería: Pepe Juez

Maquillaje: Roberto Siguero

Realización de vestuario femenino: Milagros González

Realización de vestuario masculino: Gabriel Besa

Realización atrezzo: Readest

Realización de Escenografía: Mambo decorados, Esfumato, May. Servicios para el espectáculo Natalia Vicent

Estreno absoluto en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el 9 de diciembre de 2017 por el Ballet Nacional de España

Teatro Campoamor, 12 de marzo de 2019. Festival de Danza. Oviedo