Roberto Benigni protagoniza su segundo «Pinocho» y nadie lo detiene

José Luis Losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

Roberto Benigni, este domingo en Berlín
Roberto Benigni, este domingo en Berlín JENS SCHLUETER | Efe

El brasileño Marco Dutra y el alemán Christian Petzold se internan en febriles territorios de espiritismo carioca o escandinavo

24 feb 2020 . Actualizado a las 08:52 h.

Cuando hablamos de Roberto Benigni recordamos aquel histriónico danzarín brincando entre butacas de la ceremonia de los Óscar. Cuando la vida era bella. Como si de uno de aquellos vuelos de saltamote se hubiese idoa la lona, el derrumbe de Benigni fue un castañazo que parece perpetuarse. Todo comenzó cuando quiso poner en pie su versión de Pinocho y -en un rapto de megalomanía- pensó que él podría encargarse de interpretar a un niño-marioneta de 8 años. Y que su esposa, Nicoletta Braschi, sería el hada-nínfula idea adolescente. De semejante estropicio salió Benigni para el descabello.

El hecho es que ver ahora all tipo embarcándose en otro Pinocho -esta vez sólo como actor, en el rol de Gueppeto- suena a un baile de Benigni por sobre su propio cadáver artístico ilustre. O tal vez no le ofrecen ya otra cosa y en el futuro será Pepito Grillo. Y luego la ballena. Este Pinocho lo firma Matteo Garrone, autor extraño porque tiene una vertiente de feroz, crudelísimo hiperrealismo -la de Gomorra o Dogman- y luego una devoción por el universo de los cuentos. Claro que lo que hizo en Il racconto dei racconti era casi Sodoma al lado de su versión del relato de Collodi. Es impecable en sus efectos visuales, son notables. Por lo demás es innecesaria, se alarga hasta las dos horas que removerá en sus asientos al público infantil. Me quedo sin duda con la versión que hizo para televisión Comencini, con cuatro duros, bigotes postizos para todo el animalario y ballenas de pileta vecinal. Pero un inmenso Nino Manfredi de hacedor del héroe de nariz creciente.

El director Christian Petzold, con la actriz Paula Beer
El director Christian Petzold, con la actriz Paula Beer CLEMENS BILAN | Efe

La sirena averiada de Petzold en «Undine»

En la competición por el Oso de Oro comparecían dos de los autores que más me motivan en el panorama internacional de los últimos años. Un día con películas del alemán Christian Petzoldl y el brasileño Marco Dutra es para mí un domingo de carnaval. Luego resulta que hasta los semidioses de la creación tienen malas tardes. Lo digo esencialmente por Petzold, que en Undine sigue fortificado en ese universo de las pasiones entreveradas por el vértigo, la necrofilia, el espectro idolatrado hasta la autodestrucción o el precipicio. Con esos materiales firmó Phoenix, una obra maestra absoluta de lo que va de siglo. Su filme anterior, Transit, aunque desigual poseía igualmente magnetismo febril. En Undine, el punto de partida es fastuoso: una mujer -Paula Beer, que parece que viene como reemplazo casi imposible de su actriz fetiche, Nina Hoss- con aura de fatalidad enloquecida y esa pecera que se rompe y se abre como las aguas del Mar Rojo para unir en la sangre y el deseo a Paula Beer con un buceador que acaba regalándole un graffiti submarino. Pero las compuertas de fascinación de ese arranque perturbador se van disolviendo tristemente en un magma de lugares comunes, de referencias a Undina, la sirena escandinava con trazo de malditismo que suenan obvias, redundantes como el tema de Bach que -a base de ser usado una y otra vez- te inmuniza ante esa capacidad o eco para el hechizo que Petzold parece haber extraviado.

Marco Dutra, en el centro, con el equipo de la película
Marco Dutra, en el centro, con el equipo de la película ANNEGRET HILSE | Reuters

Marco Dutra posee un perfil singularísimo para tratar el fantastique. Suyas son la muy interesante Trabalhar cansa y la cenital As boas maneiras, donde reinventa la licantropía y la orla de oro. Todos os mortos -que codirige con Caetano Gotardo- se ambienta en un Brasil del novecentismo, un 1899 donde la esclavitud fue ya abolida. Y establece un encaje de dos clases sociales, un Arriba y abajo donde las mujeres blancas de tez pálida, cadavérica o tocado de monja vampirizan la riqueza macumba o santera de los africanos. Y ese sacrificio ritual y macabro se cierra sin estridencias, con la elegancia de estilo que hace de Dutra uno de los grandes.