San Sebastián y su festival afrontan, tras Venecia, el segundo «macht point» para el cine en pantalla grande

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN / E. LA VOZ

CULTURA

El director del festival, José Luis Rebordinos, saluda a la actriz Gena Gershon a su llegada al hotel que aloja a los invitados del certamen en que presenta «Rifkin's Festival», el filme de Woody Allen rodado en San Sebastián que inaugura este viernes la 68.ª edición del Zinemaldia
El director del festival, José Luis Rebordinos, saluda a la actriz Gena Gershon a su llegada al hotel que aloja a los invitados del certamen en que presenta «Rifkin's Festival», el filme de Woody Allen rodado en San Sebastián que inaugura este viernes la 68.ª edición del Zinemaldia Javier Etxezarreta | efe

Tras el éxito sanitario pleno de la Mostra en la isla del Lido, la prueba será ahora en una gran ciudad y con un certamen de perfil mucho más abierto al público

18 sep 2020 . Actualizado a las 08:54 h.

Mucho se habló sobre la relevancia mayúscula que para la esperanza inmediata del cine en pantalla grande tuvo la Mostra de Venecia finalizada el sábado 12 de septiembre. Un batacazo epidémico habría sido no ya un golpe para el festival o para la marca Italia. Vendría a noquear las expectativas de lenta recuperación de este séptimo arte en el mundo. En sentido contrario, el éxito de los protocolos sanitarios en el Lido ha sido anímico impulso para las salas comerciales.

El segundo match point se juega desde este viernes en San Sebastián. Pese a que la gran Venecia juega en esa otra liga de heraldo de Hollywood, hay varias razones para intuir que esta prueba en territorio vasco luchará con condiciones más complejas. De partida, la Mostra se celebra en una isla como el Lido. San Sebastián, ciudad abierta, con la frontera francesa a kilómetros, posee perfil de festival mucho más populoso que la Mostra, cuyo epicentro está reservado a profesionales de prensa e industria.

En Donostia esto se vive como una gran celebración local. Las inmensas colas para asistir a cualquiera de las proyecciones poseen algo de fiesta patronal del cine, muy democrática. Donde todo se aplaude porque la idea lúdica de la participación prima sobre las tribus habituales de los festivales de cine, los críticos, los distribuidores y otra fauna rara y tantas veces esnob.

Este año no podrá ser ya así. El director del festival, José Luis Rebordinos, lleva al menos un mes concienciando a la ciudad de que lo que ahora toca es una vivencia diferente de estos nueve días, un consumo frugal de películas. De hecho, el programa del festival ha visto notablemente reducido el número de títulos y de proyecciones.

Con la gran sala del Kursaal reducida a un 40 % de su aforo, las películas a concurso por la Concha de Oro serán solo catorce. Secciones paralelas como la más concurrida Perlas de otros Festivales pasa de los 19 títulos de la pasada edición a los 11 de esta. E igualmente se jibarizan Horizontes Latinos y Nuevos Realizadores.

En una decisión muy discutible, San Sebastián ha decidido aplazar hasta 2021 su retrospectiva, que iba a centrarse en el cine coreano clásico. Tengo la seguridad de que estas retros exquisitas es el material que otorga verdadera personalidad a este festival. Es el refugio de muchos que encontramos esquiva o escuálida la nave insignia de la competición. De la programación del pasado año, tan olvidable, tengo recuerdo inmanente del descubrimiento de un director mexicano, Roberto Gavaldón, que hizo cine visionario con emperatrices como María Félix, Dolores del Río o Pina Pellicer.

Catorce películas por la Concha de Oro

Esa sección oficial tan temida -que este viernes inaugura Woody Allen- se alimenta este año de hambruna de cuatro películas que llegan con el prepotente sello Cannes Level emitido caprichosamente, desde su año sabático forzado, por el boss de la Croisette, Thierry Frémaux. Malicio que más con ánimo de trampa, de regalo envenenado, que como acto de generosidad para con otros festivales.

Con ese rango cannesiense lucharán por la Concha de Oro las obras del francés François Ozon, el danés Thomas Vinterberg, la japonesa Naomi Kawase y el lituano Sharunas Bartas. Una competición muy rara, con la oquedad del cine español -que siempre lo daba aquí todo- apenas rozada por Akelarre, del argentino Pablo Agüero. Y por la clausura con Fernando Trueba y El olvido que seremos, adaptación de la novela autobiográfica del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince.

Novedad más preocupante es la okupación del programa por hasta tres series cuyo metraje de horas y horas fraccionadas en capítulos copará el espacio que naturalmente debe exaltar el cine. Una opción incomprensible cuando precisamente en este tiempo hostil, como aliado opiáceo de la cuarentena, el formato serial es la carnívora planta doméstica que amenaza con deglutir la creación cinematográfica.

Pues nada, ahí que nos abocan a mal digerir matracas como la adaptación de Patria o a los antidisturbios machirulos del temible Rodrigo Sorogoyen de Antidisturbios. Esto es, congelemos para el futuro el cine clásico coreano, que no da plata. El presente es de HBO o de Movistar.