François Ozon trae a San Sebastián un notable mestizaje de erotismo y muerte en su filme «Verano del 85»
CULTURA
No está entre la obra más brillante o ambiciosa de realizador francés, pero sabe extraer de cada grano de arena esa esencia sutil de la perturbación que es marca de este cineasta
20 sep 2020 . Actualizado a las 13:05 h.El francés François Ozon no es un niño mimado por la crítica. Con frecuencia se le cuestiona por un presunto manierismo o un recargado manejo de las truculencias tanto en sus tramas alambicadas como en la forma en que las construye.
A mí me encontrarán disfrutando casi siempre de su manera de entender el cine, dándome el placer de dejarme llevar por sus laberintos intrincados, barrocos, especulares o esquizoides, más allá del bien y del mal, en películas como Joven y bonita, El amante doble, Una nueva amiga y las obras mayúsculas Bajo la arena y 5x2. O en el festín kitsch de altos vuelos de 8 mujeres.
Ozon ya ganó aquí la Concha de Oro por En la casa, en el 2014. Y este sábado presentó Verano del 85, que es bastante consecuente con su manera de asociar elementos como el sexo y la muerte, el vitalismo y la pasión como montañas rusas o dientes de sierra. Pero en esta evocación de un estío que sabemos desde la primera secuencia que va a terminar en un funeral y con el adolescente narrador del flash-back recluido en una celda no encontrarán al Ozon específicamente cruel sino, más bien, al de filo menos afilado.
Verano del 85 está enhebrada en torno a un joven seductor que podría ser el hermano pequeño del Ripley de Patricia Highsmith. El acercamiento a pleno sol entre los dos chicos protagonistas tiene algo del Luca Guadagnino de Call Me By Your Name, despasteurizado del almíbar de aquella. Ese romance se perfila, de otra forma, como vampirización amoral con su brote inquietante en cada curva, con citas de Rimbaud y una secuencia de gran comicidad entreverada, de la que se apodera una Valeria Bruni Tedeschi que siempre trae consigo momentos de irradiante locura, aquí en una performance de mamma burlonamente falocrática.
Sobre esa base, Ozon maneja con soltura el elemento anacrónico del tiempo pasado -la repetida balada de Rod Stewart- o la ampliación de la historia de amor a un triángulo bisexual. Y un encaminamiento decidido del filme hacia esa dualidad de Eros y Thanatos, concelebrados literalmente sobre el bailaré-sobre-tu-tumba que hizo célebre como consigna Boris Vian.
Playa y cementerio, barca de paseo y tumba sin nombre son rumbos de esta travesía por el amor y la muerte. Una pérdida de la inocencia e iniciación a la vida muy cabales. No está Verano del 85 entre el cine de Ozon más brillante o ambicioso. Pero sabe extraer de cada grano de arena, de cada ahogadilla en la tormenta y de cada cadáver insepulto esa esencia sutil de la perturbación que es marca de este cineasta siempre infravalorado.
Un «Akelarre» de jóvenes brujas vascas bizarro y muy pinturero
La otra película de sección oficial, Akelarre, es representación única del cine español, que normalmente es buque insignia del festival. Pero que no está este año para luchar contra elementos como la desasosegante pandemia.
La dirige el argentino Pablo Agüero, de quien sufrimos aquí hace años algo llamado Evita no duerme. Y, sin embargo, hay en esta caza de brujas de Salem situada en el País Vasco del siglo XVII bastantes elementos que me resultan atractivos: una desinhibición en el retablo de antropológicas jóvenes falsas hechizadas, un duelo interpretativo del sabio y veterano Àlex Brendemühl y la emergente Amaia Aberasturi, y un aire retro, de encanto anacrónico, que remite al cine de terror setentero serie B de Jordi Grau o Paul Naschy.
«The Father»
Fuera de concurso, llegó avalado por Sundance The Father, una adaptación por el veterano maestro Christopher Hampton de una obra de teatro de Florian Zeller, que el propio dramaturgo francés lleva al cine en su salto al panorama internacional.
Para reconstruir estos pedazos de irrealidad que, todos juntos, conforman el puzle del desconcierto de un anciano en su senilidad, Zeller ha contado con la crema de la gran escuela británica de la interpretación.
Un Anthony Hopkins excelso en su nube de confusión y pérdida del norte. Y, a su lado, las dos Olivias: la Colman, ganadora del Óscar por La favorita. Y la Williams, que aún me produce escalofríos cuando pienso en la bruma de The Ghost Writer, el último Polanski realmente vivo.