Mientras los poderes públicos se enzarzan en peleas inútiles, los sanitarios españoles, Premio Princesa de la Concordia, cargaron con la mayor parte del peso de la pandemia

La guerra es, decía Winston Churchill, sobre todo, un catálogo de errores garrafales. Muchos errores, a todas horas y en todas partes se han producido desde el surgimiento del virus de la covid-19 (acrónimo de coronavirus disease 19, traducido como la enfermedad del coronavirus 2019), que han dejado en descubierto nuestras debilidades y a menudo cosas mucho más siniestras.

Los sanitarios españoles tuvieron (y tienen) que luchar este año tan atípico y que nuestros hijos recordarán toda su vida, en varias guerras a la vez: contra la pandemia, contra la falta de recursos, contra el miedo propio y ajeno, contra el oportunismo político, la codicia, la vanidad, la bajeza moral y, esencialmente y sin descanso, contra la estupidez.

Por ello fueron merecidos galardonados con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2020, aunque muchos otros que no subirán al escenario también deberían verse representados aquí: dependientes de supermercado, agricultores, transportistas, barrenderos, mensajeros, policías: todos ellos y ellas pusieron su parte, todos corrieron sus riesgos. Todos fueron primera línea. Gracias  a ellos la rueda no se detuvo del todo y pudimos conservar algo de cordura en un mundo que tiende a la histeria con extrema facilidad.

Esta es la historia en tres actos de la tragedia, encabezados por otras tres sentencias de Churchill.

I. «De nada sirve decir: 'lo estamos haciendo lo mejor posible'. Tienes que hacer lo que sea necesario para tener éxito».

Como en la guerra y en todo lo que rodea a ese minúsculo ser, el coronavirus SARS-Cov-2, la información es la primera víctima. Aunque China advierte oficialmente a la OMS el 31 de diciembre de 2019 de la existencia de un virus agresivo y de alta transmisión que causa graves neumonías, todavía el 19 de enero el organismo que dirige el etíope Tedros Adhanom habla de «una limitada transmisión entre personas». La falta de información de unos más que bien pagados funcionarios produce perplejidad.

Muchos han criticado a la OMS porque no fue hasta el 30 de enero, un mes después de tener la información, cuando declaró la emergencia. Y hasta el 11 de marzo no declara la pandemia. Bien es cierto que el organismo confiaba en la única fuente de información sobre el coronavirus hasta el momento, que era China, país de origen ?esto sí lo han reconocido- y, como es bien sabido, el gigante asiático no se caracteriza por su transparencia. Sea como sea, la eficiencia, la imagen e incluso la utilidad de OMS no han salido muy bien paradas de esta crisis. Sus declaraciones no solo fueron erráticas, lo que es mucho peor: también lo fueron las recomendaciones.

A día de hoy quedan muchas incógnitas sobre el surgimiento y desarrollo del virus, aunque la mayoría de los expertos señalan sin dudas que su origen es natural y parece ser que el epicentro fue una ciudad en la región china de Wuhan. Desde el principio se apuntó a una transmisión de animal a humano; actualmente los investigadores se inclinan en concreto por el paso de murciélago a humano.

Los daños causados a la población China son inciertos. Oficialmente, el Gobierno de ese país ha reconocido, desde el inicio de la pandemia hasta septiembre de este año, 4.634 muertes y 85.000 contagios, una cifra que induce a la desconfianza sobre su veracidad, especialmente a Estados Unidos que, con una población que es casi una quinta parte de la de China, registra 7,5 millones de contagios y 213.000 muertos hasta el momento. Además, el país asiático declara haber hecho nada menos que 160 millones de tests frente a los 110 millones de EEUU. ¿Lo hicieron muy bien los chinos desde el principio? ¿Ocultan contagios y muertes? ¿Tienen un grado de inmunidad que desafía la lógica científica? Quizá nunca lo sepamos.

II. «Coraje es lo que se necesita para levantarse y hablar; coraje es también lo que se necesita para sentarse y escuchar».

La globalización fue la mejor amiga del virus: gracias a su tiempo de latencia, a que tarda en torno a dos semanas en manifestarse ?y a veces ni siquiera lo hace, pero sigue propagándose- viajó cómodamente en avión de un punto a otro del planeta. Esta es una de las paradojas de la covid-19: se propagó más rápido en primer lugar por los países más desarrollados, que cuentan con una mayor movilidad.

También se han ido descubriendo otros factores que la favorecieron: el grado de interacción social (como en España e Italia), la obesidad o el envejecimiento de la población. Se reveló como un monstruo de muchas caras, que causa desde síntomas leves como fiebre, pérdida del gusto y el olfato o fatiga hasta insuficiencia respiratoria aguda o microembolias.

El resultado puede ser la muerte en un porcentaje aún muy discutido. La razón es simple: no sabemos cuánta gente se contagió, porque no se han hecho test que abarquen a toda la población. Lo que sí sabemos es que, de los contagios conocidos, que se registran oficialmente mediante los tests, el porcentaje de fallecidos oscila entre el 8,9% que declara Reino Unido (42.000 muertos de 467.000 contagiados), el 3,9% que declaran España o Perú, hasta el 2,8% de EEUU. Pero los factores de distorsión son numerosos: en la mayoría de los países no se hacen suficientes tests, los sistemas sanitarios son muy endebles y eso eleva la mortalidad; se desconocen las cifras por falta de medios o directamente se ocultan o tergiversan.

Hay que recalcar, sin embargo, que un número muy alto de contagiados nunca llegan a saber que lo son dado que no manifiestan síntomas, de modo que la letalidad del virus sería, en realidad, mucho menor en términos porcentuales.

Llega el confinamiento.

La velocidad de propagación del virus sumada a las divagaciones de la OMS y los titubeos de prácticamente todos los gobiernos abocaron en todo el mundo a un hecho sin precedentes: el confinamiento. No fue simultáneo, pero casi.

De nada sirvió en Europa el ejemplo italiano, con un altísimo nivel de contagios y muertes al principio, especialmente en el norte del país. Como es habitual, las instituciones europeas fueron tan inoperantes como la OMS: no hubo ningún consenso en cuanto a las medidas sanitarias, fue un sálvese quien pueda.

El 14 de marzo de 2020 el Gobierno de España tomó la decisión: declaró el estado de alarma. La mayoría de los 46 millones de ciudadanos quedaron obligatoriamente confinados en sus domicilios. Nada de paseos, nada de deporte al aire libre, nada de socialización, bares ni fiestas. Había excepciones, claro está: pasear a una mascota e ir a hacer la compra.

El desconcierto llevó a los ciudadanos a hacer acopio, innecesariamente, de productos de consumo habituales. Los estantes de los supermercados se vaciaron y, sin embargo, el sector de la alimentación y abastecimiento fue probablemente el que mejor soportó la prueba de estrés de todo el sistema: salvo el papel higiénico, la harina y la levadura al principio, prácticamente no faltó de nada durante el primer confinamiento, que duró en varias fases hasta el pasado 21 de junio.

Peor lo pasó el sector sanitario en esta llamada primera ola de la pandemia. El aluvión de enfermos graves que requerían cuidados intensivos saturó el sistema, especialmente en las comunidades más golpeadas, como Madrid o Cataluña. Faltaron respiradores, equipos de protección… y profesionales. Los pícaros hicieron su agosto vendiendo a precio de oro guantes o mascarillas, hasta que el Gobierno se vio obligado a fijar precios máximos: economía de guerra.

En lo peor de la crisis, España llegó a registrar casi mil muertos en un día. Los médicos, enfermeras y celadoras de urgencias y UCI estaba agotados, saturados y, lo que es peor, contagiados: las últimas cifras indican que 63.000 de ellos han contraído la enfermedad durante la pandemia. Un coste demasiado alto.

III. «El precio de la grandeza es la responsabilidad».

El confinamiento consiguió eso que le gusta tanto decir a los políticos: doblegar la curva. Una curva hecha punto a punto con muertos y enfermos recuperados con graves secuelas. Hacia finales de junio, tras muchas tensiones con la oposición y mucha presión de los distintos sectores económicos, el Gobierno de Pedro Sánchez no pudo o no quiso sostener más tiempo el estado de alarma.

Las secuelas económicas fueron (y son) tan graves que las Administraciones se vieron abrumadas y forzadas a tomar medidas excepcionales de apoyo a las empresas y ciudadanos. El sector de turismo, tan dependiente del mercado exterior, sufrió lo peor del descalabro.

Se reclamó fondos a Europa, que los soltó tras mucho regateo, mucha insolidaridad de algunos países del norte y muchas condiciones. El dinero llegará, pero habrá que devolver buena parte durante décadas.

La otra pandemia: negacionismo

La pandemia provocó en algunos sectores de la población una acentuada esquizofrenia: por un lado, la negación de la importancia de la pandemia y por el otro, la acusación de haber tomado escasas y tardías medidas.

Lo peor de la primera ola, no obstante, es la llegada de la segunda: la irresponsabilidad de algunos, tanto ciudadanos de a pie como cargos políticos, ha llevado a que los niveles de contagios y fallecimientos hayan vuelto a crecer después de un verano en el que se vivieron unas cuantas barbaridades inenarrables. La responsabilidad recae mayoritaria e injustamente, en el vapuleado sistema sanitario.

El balance provisional, en todo el mundo, es terrible. Hasta el momento del cierre de esta publicación, a principios del mes de octubre de 2020, las cifras estremecen: 35 millones de casos de covid-19 registrados y más de un millón, 1.033.781 muertos. El último capítulo de esta tragedia todavía se escribe en las UCI, en los colegios, en las fábricas y oficinas. La travesía, igual que la de Churchill y su pueblo en los años 40, es dura en extremo y dejará todavía miles de muertos. Y, sin embargo, él supo ganar su guerra.