Selva Almada: «Entre hombres hay pactos de silencio que las mujeres no tendríamos nunca»

CULTURA

Alejandra López

La escritora argentina cierra su trilogía sobre varones con una novela oscura y feroz «como los remolinos de un río»

01 mar 2021 . Actualizado a las 19:42 h.

Para matar a una raya, ese pez achatado y cartilaginoso, hay que pegarle un tiro. No tenía ni idea Selva Almada (Argentina, 1973) de ello cuando, durante un almuerzo, unos amigos le relataron con todo lujo de detalles una agotadora jornada de pesca, el forcejeo durante horas para sacar del agua un enorme ejemplar de este bicho marino ovalado y el posterior tiroteo que acabó rematándolo. Tan impresionada quedó con este detalle la escritora de Entre Ríos que lo usó como gatillo para su nueva novela, No es un río (Random House), una historia sobre hombres y (des)lealtades, silencios opresivos, perímetros (yo aquí, tú ahí), y caprichosos y clandestinos usufructos, ese derecho por el que alguien puede usar los bienes de otro y disfrutar de sus beneficios. Regada con un costumbrismo muy apegado al suelo, casi geológico, arcilloso -el fango de la orilla, las madreselvas del monte-, cierra una «trilogía de varones» -antes vinieron El viento que arrasa y Ladrilleros- que Almada compaginó con la escritura de Chicas muertas, una sobrecogedora y feroz crónica de tres asesinatos que quedaron impunes en la Argentina interior, rústica y sordidísima de los 80.

-«Chicas muertas», siendo no ficción, tiene algo de novela sobre ausencias. Y aquí, ¿hay aquí algún elemento real o es todo imaginado?

-Hay un episodio que sí está basado en un hecho real: el accidente automovilístico. Es igual a uno que ocurrió en mi pueblo en los años 90 y en el que murieron nueve adolescentes. Muchos de mis relatos surgen a partir de la alguna anécdota que me cuentan o de alguna cosa del «mundo real» que me llama la atención. 

-Dos hombres adultos llevan de pesca al hijo adolescente de un tercer amigo suyo fallecido. 

-Cuando era chica y mi padre se iba a pescar con sus amigos, dos o tres días, me preguntaba cómo sería ese vínculo de amistad, de qué hablarían, si hablarían incluso. Me daba curiosidad. ¿Por qué llevaban tanto vino, qué hacían esos días lejos de la familia? ¿Por qué mi madre no se iba con sus amigas del mismo modo, por qué ella no podía dejarnos a sus hijos y desaparecer con otras mujeres varios días? ¿Por qué los varones se relacionan de este modo? ¿Solo lo hacen así, de forma ruda y violenta, o hay vínculos más amorosos entre ellos? Siempre digo que empiezo a escribir a partir de preguntas y con la ilusión de que la escritura vaya a responderlas, pero lo que ocurre es que en el trayecto aparecen más preguntas y ninguna respuesta, quizá sí el merodeo de una respuesta, pero no una respuesta clara ni certera.

-Y en este merodeo, en este acercamiento, ¿has aprendido algo de la amistad entre hombres? ¿Es igual que entre mujeres?

-No, no creo que sea igual. Entre varones hay pactos que las mujeres no tendríamos nunca: pactos de silencio, pactos grupales para la violencia.

-Entonces, ¿hay violencia en los cimientos de la amistad masculina?

-Una parte de ese vínculo es la violencia, juntarse para avasallar, por ejemplo las violaciones grupales que son bastante corrientes. Pero en la ficción también me gusta pensar que mis personajes pueden construir otros vínculos: aquí está la violencia, pero también el amor al hijo del amigo, el amor por la hermana loca, un abanico de sentimientos que a veces son encontrados. Me gustan los personajes contradictorios, ambiguos.

-¿Y qué les pasa a los hombres con la traición?

-Hay un concepto de la traición (es decir, del honor) que es eminentemente masculino. Fíjate que cuando se dice que una mujer fue deshonrada, no es desde la perspectiva de la mujer. Una no se siente deshonrada, en todo caso diremos que fuimos violentadas, violadas, abusadas, pero no «deshonradas». La deshonra es el sentimiento que experimentan los varones cercanos a esa mujer: sus padres, sus hermanos o sus hijos. De aquí que en algunos países existan los llamados crímenes de honor, o sea, los femicidios amparados por la justicia. Los hombres y las mujeres compartimos muchos temores, creo, pero en un sentido muy íntimo, que la mayoría quizá ni siquiera se atrevería a reconocer, ellos tienen miedo a perder el poder, a perder el lugar que por cultura creen que les pertenece.

-Con este título cierras una trilogía. ¿Fue concebida como tal desde el principio?

-No. Es una trilogía accidental, casi involuntaria. La verdad es que no la pensé de este modo cuando escribí la primera novela, El viento que arrasa. Antes que nada, porque cuando la escribí ni siquiera sabía que estaba escribiendo una novela, ¡menos iba a pensar que serían tres! Y tampoco la vi cuando escribí Ladrilleros… Cuando empecé a pensar en esta última, me dije: claro, es evidente que entre esta y las otras dos hay vasos comunicantes, ríos subterráneos que las vinculan. Las tres tienen que ver con los vínculos de los varones: la paternidad, el amor erótico, las alianzas, ser hijo, ser hermano, ser amante… Y en todas hay un acento fuerte en la paternidad, empezando por El viento que arrasa, ese gran padre occidental que es el dios de los cristianos.

-¿Cómo fue el proceso de escritura, cómo se sumerge una mujer en este universo masculino?

-El proceso de escritura fue largo, pero no por el universo que aborda la novela; no siento que soy una mujer sumergiéndome en la masculinidad: soy una escritora y escribo, y soy yo la que inventa ese universo. Escribí sobre los varones como hubiera podido escribir sobre el planeta Marte o sobre la migración de las golondrinas. Me parece que lo único que se necesita para escribir es empatía, poder ponerse en los zapatos de alguien que no seremos nunca.

-Tardaste mucho en sacarla adelante, ¿qué pasó?

-Sí, fue largo, tardé siete años en terminarla. Pasó que empecé a escribirla cuando publiqué Ladrilleros, pero tenía en la cola escribir Chicas muertas, tenía la investigación hecha y apareció una editorial interesada. Y después vino la exposición, a mis libros anteriores les empezó a ir muy bien, los viajes, las ferias, los festivales… cosas que consumen mucho tiempo y energía y que dejan poco margen para la escritura. Es paradójico, pero cuanto mejor te va como escritora, en el sentido del reconocimiento, menos tiempo tenés justamente para seguir escribiendo. Y también fue una novela difícil, porque tiene un tono muy particular que fue muy difícil de sostener.

-Es pura poesía.

-Creo que al tono de una novela también lo marca el universo que plantea esa novela. Así al menos me pasó con estas tres. El viento que arrasa es una novela con un lenguaje simple y llano, es una novela susurrada porque así le hablan a dios sus fieles: en voz baja. Ladrilleros, en cambio, tiene un lenguaje violento, cargado de sexualidad, de sensualidad, sudada, con el ritmo de una pelea callejera. Y No es un río es una novela silenciosa, concentrada, oscura como los remolinos del río. La tierra donde nací es una tierra de poetas. El poeta argentino más grande, Juan L. Ortíz, es entrerriano. Y hay grandes poetas en la zona: Calveyra, Madariaga, Zelarayán… y yo soy una admiradora de la poesía, no la escribo pero me gusta mucho leerla. Así que esta novela a la vera del río no podía sino ser muy lírica. Y también el trabajo de escritura fue en ese sentido: el recorte constante, escribir mucho para volver a recortar, aspirar a la síntesis de la poesía llevada a la novela.

-Vuelves aquí a rondar el tema de la muerte, recurrente en tu escritura, especialmente la trágica de personas jóvenes.

-Sí, a veces pienso que esta novela es una larga conversación con la muerte. Por ejemplo, hablando del tema de las revelaciones, en un párrafo sí se me reveló algo: la posibilidad de pensar la muerte no como la nada, no como un lugar horrendo, sino como una experiencia hermosa. Cuando rescatan a Eusebio, su cuerpo, como el de todos los ahogados, tiene los ojos desorbitados. Y entonces el narrador dice que tenía los ojos muy abiertos, como si hubiera visto algo horroroso o tal vez demasiado hermoso. Mientras terminaba la novela, ese último año, murieron dos amigos muy queridos, de manera bastante rápida, y no pude verlos antes. De uno estaba distanciada hacía un tiempo y ni siquiera supe que estaba enfermo hasta que me llegó la noticia de su muerte. Fue tristísimo porque siempre pensaba que volveríamos a encontrarnos, a charlar de cosas que teníamos pendientes. De repente la muerte clausuró para siempre esa posibilidad. Y creo que esos son los fantasmas que tenemos los que quedamos vivos: las conversaciones que fueron interrumpidas por la muerte.

-¿Y qué lee Selva Almada? ¿Qué ha leído a lo largo de su vida y qué lee ahora?

-Tuve lecturas muy eclécticas… La infancia y la adolescencia fueron de lecturas populares: novelitas, historietas, leía un montón, pero (por suerte) sin el mandato del canon. Ahora leo mucha literatura argentina contemporánea y no tan contemporánea desde que tengo una librería online focalizada en literatura de las provincias. Leo poesía. Me gustan las novelas breves. Las últimas que leí y me gustaron mucho (y son bien diferentes) son Tiempo sin lluvias, del galés Cynan Jones; y La hija única, de Guadalupe Nettel. Ahora estoy leyendo la poesía reunida de Mirta Rosenberg, una gran poeta argentina que murió hace un par de años.