Tavernier y el fin de la Historia

JOSÉ LUIS LOSA

CULTURA

El cineasta francés Bertrand Tavernier
El cineasta francés Bertrand Tavernier

El gran cineasta francés falleció el jueves a los 79 años en la Provenza

29 mar 2021 . Actualizado a las 12:43 h.

Palpita en la figura y en la obra de Bertrand Tavernier un latido de vida a contracorriente. Y un equívoco. Se le tuvo por cineasta académico, un burgués de Lyon ninguneado como reactivo neoclásico frente a la nouvelle vague. Llegó tarde a la fiesta, enrolado malamente como publicista de Godard, el mandarín de la revolución. Tuvo que bregar entonces para definir su espacio en un momento en el cual en Francia o eras maoísta, o descalabrabas el lenguaje narrativo del cine, o tenías que replegarte y volver derechito a casa.

Por eso Tavernier tuvo mucho de misfit, de autor fuera de su tiempo. Le ayudó mucho en su deseo de dirigir, río arriba de las vanguardias, el apoyo de coloso de Philippe Noiret. El actor, por entonces ya una estrella, se rebajó su salario como protagonista de El relojero de Saint Paul, ópera prima de Tavernier que adaptaba a Georges Simenon. Lo acompañó Noiret en siete películas, entre ellas la deslocalización fastuosa de otro tótem de la novela negra, Jim Thompson, desde el Sur Profundo estadounidense al Sudeste asiático, en la sudorosa cima de insania llamada 1.280 almas. Y está Noiret también en el epicentro de esa asombrosa cultura del luto que preside La vida y nada más, la cual compone, con Capitán Conan, un preciso y esclarecedor díptico donde el arte desentraña las fosas de la Historia de la Primera Guerra Mundial y sus espectros.

Frecuentó otros escenarios de la Historia de Francia en Que empiece la fiesta o en La Passion Béatrice, donde ayuda a que restalle Julie Delpy, rostro eminente desde entonces. Esa alquimia de Tavernier con sus actrices lleva a que Nathalie Baye luzca frágil como nunca en Une semaine de vacances. Y en La muerte en directo extrae de Romy Schneider un registro de dolor inusitado que preanuncia una tragedia real, cuando la naturaleza va a imitar al arte. Y que es, además, una asombrosa profecía de la televisión caníbal que iba a acorralarnos, en esta era maldita de la rociíto-patía.

A mí me asombra cómo el cine de Tavernier se presiente tantas veces nacido de un estado de furia convulsa. Madura en los 80 y los 90 como uno de esos autores a los que la intensidad que habita en sus obras le supone un desgaste físico y mental acumulativo: el descenso catártico del jazzista Dexter Gordon en Alrededor de la medianoche. La infinita tristeza de Daddy Nostalgie, en la que logró que Dirk Bogarde regresara excepcionalmente a la gran pantalla, para componer junto a Jane Birkin un dueto de padre e hija. Y un bel morir que parece extraído de tu más íntimo daño.

Ves las montañas rusas de adrenalina del polar Ley 627 y de la crónica negrísima de La carnaza, cuya mirada desde la banalidad del mal casi púber te aterra. Y comprendes que hacer ese cine mesmerizante vampiriza en un sentido ineluctable las energías de su creador. No hace falta ser Sam Peckinpah y vivir a lomos del salvajismo para que filmar te queme. Por eso, Tavernier se agotó en los últimos días del siglo pasado, en el cénit de Hoy empieza todo, elegía de la combatividad de clase y de la derrota orgullosa y poetizada de los desheredados. Creo que esa película es la ceremonia de los adioses del siglo XX y de una larga batalla social que perdimos entonces. Recuerdo los pases de la película en Berlín y San Sebastián: las ovaciones finales en el Zoo Palast y en el Kursaal son de las más intensas, corales y prolongadas que he escuchado en un cine. Era el elogio fúnebre semiconsciente del fin de la Historia. Después de esto, Tavernier volvió a los orígenes como un anádromo vadeando la corriente. Sufrió el maltrato de Hollywood, que le robó el montaje final de una adaptación noir de James Lee Burke, titulada proféticamente En el centro de la tormenta. Y se fue refugiando, de retirada, en la melancolía y la cinefilia de su río natal, cerca de Lyon.

Bertrand Tavernier, adiós a un gran clásico del cine europeo más humanista

Gran conocedor y amante de la cinematografía estadounidense, deja media docena de obras maestras que van desde un seco y crítico realismo social («Ley 627») a un lirismo muy personal no menos comprometido («La vida y nada más»)

H. J. P.

Con media docena de obras maestras en su faltriquera, se puede hablar de Bertrand Tavernier (Lyon, 1941) como uno de los últimos grandes clásicos del cine europeo. Desaparecidos Louis Malle, Milos Forman, Manoel de Oliveira o Ermanno Olmi, la nómina de grandes firmas con sello propio se estrecha de forma preocupante, con permiso de Haneke, Godard, Von Trier, Erice, Wenders y Kaurismaki. Tavernier lo era, tenía genio y humildad, una voz de primer orden que este jueves la muerte silenció -a sus 79 años- en Sainte-Maxime, en la Provenza.

Dejó sus estudios de Derecho en la Sorbona cuando logró un puesto de asistente del cineasta Jean-Pierre Melville en Léon Morin, sacerdote. Después colaboró con Chabrol y Godard. Y ya nunca se bajó del sueño del séptimo arte. Un sueño cuyo lenguaje él había fraguado en el material que le había causado desde siempre una gran fascinación, y de la que acabó por salir también su hermoso y práctico diccionario 50 años de cine norteamericano, que en España publicó el editor gallego Ramón Akal.

Partiendo del conocimiento de Hollywood y de los pioneros, Tavernier hizo el cine más francés que se pueda concebir. Hasta cuando contó la historia de aquel jazzman estadounidense varado en el París de los años 50 (personaje a medio camino de Bud Powell y Lester Young al que dio vida el saxo Dexter Gordon) en Alrededor de la medianoche (1986). Y metió su escalpelo en lo más hondo de la grandeur de Francia, en su quiebra social, la herida del colonialismo, la matanza de la Gran Guerra, el colaboracionismo, el colonialismo, la guerra de Argelia -La guerre sans nom, el documental que rodó sobre el conflicto forzó al Gobierno a reconocer que aquello había sido una guerra y que los que allí combatieron tenían derecho a una pensión de guerra-, etcétera.

Sus películas sobre la labor de los profesores y la educación (Hoy empieza todo, 1999) y la brigada antidroga parisina (Ley 627, 1992) son dos demoledores ejercicios de realismo que hacen daño al espectador, que le dejan en la boca un regusto amargo, con su visión desesperanzada de la sociedad.

Era un humanista, con una mirada llena de empatía hacia el ser humano, como mostró en el documental sobre la inmigración ilegal Nous, sans-papiers de France. Pero también había lugar para la poesía en su cine, y quizá con ese cierto lirismo logró en los años ochenta algunos de sus filmes mayores. El canto antibelicista de La vida y nada más (1989), con un inconmensurable Philippe Noiret, es quizá su cénit. No hay muchas películas que acompasen su tempo con tanta maestría a lo que quieren narrar. Y tampoco que logren, sin apenas recrearse en la sangre, un impacto tan potente sobre el público con su mensaje sobre el sinsentido de la guerra. Y qué decir de La pasión de Beatrice, esa gema secreta...