Todo pudo salir mal, rematadamente mal. El arriesgado cóctel de mundos fantásticos donde se desarrollaban historias de poder, violencia y honor para un público selecto y dispuesto a pagar por el contenido no hacía presagiar un éxito tan descomunal como el que hace diez años empezó a gestarse con el estreno de Juego de tronos. Aquel producto ecléctico, que brotó de las páginas de George R.R. Martin, se convertiría en un fenómeno imprevisto que evolucionó desde su etiqueta de televisión gourmet al dudoso honor de serie más pirateada de todos los tiempos.
Su dosificación semanal mantuvo a los espectadores enganchados al televisor con una fruición que difícilmente volverá a repetirse en la era de los maratones y el consumo fragmentado, ahora que la oferta audiovisual se ha vuelto tan inabarcable que resulta difícil elegir un título al que fidelizarse y recordarlo una semana después. La saturación nos ha hecho pasar página, pero no hay que olvidar que Juego de tronos fue la serie que nos hizo madrugar para ver cada capítulo a tiempo para salir de casa con la nueva teoría puesta y sin miedo a que la magia pudiera malograrse; la superproducción que filmó a oscuras la batalla más grande jamás contada y se dejó olvidado un vaso de café sobre una mesa; la que hizo que miles fans indignados firmaran peticiones para cambiar un final que ya casi hemos olvidado.