«Red Rocket», una bella aproximación a los abandonados del sueño americano

josé luis losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

El director Sean Baker (derecha), junto a los intérpretes Simon Rex y Bree Elrod, en Cannes.
El director Sean Baker (derecha), junto a los intérpretes Simon Rex y Bree Elrod, en Cannes. ERIC GAILLARD | Reuters

Sean Baker cuenta el retorno a su población de un actor porno acabado

15 jul 2021 . Actualizado a las 09:36 h.

La representación norteamericana en este Cannes -descontada la ONU cool de Wes Anderson- vale por cien películas de gran estudio. La dirige Sean Baker, cuya capacidad para llegar al latido de la Norteamérica del furgón de cola la sellan las maravillosas Tangerine y The Florida Project. En Red Rocket, Baker cuenta el retorno a su población de Texas de un actor de porno acabado. Lo reciben con tanto «cariño» como a Paul Newman en Dulce pájaro de juventud. A este hustler lo encarna Simon Rex, actor que comenzó su carrera en el cine gay doméstico.

De esta autenticidad -igual que en Tangerine las protagonistas eran transexuales que ejercían la prostitución- extrae Baker lágrimas que brotan de dentro de esta elegía del derrotado. En esa capacidad de su director para huir del drama forzado se conforma la crudeza de gran cine de Red Rocket como elegía por ese personaje que conoció una sombra deformada del sueño americano (la del star-system de la industria del porno) y que ahora sabe que las raíces del cielo saben amargas en el retorno al lugar donde nació. Tiene que haber espacio en el palmarés para el filme de Baker. O para la animosidad del corazón de su porno-star, un Simon Rex formidable en la manera en que vuelca sin reservas jirones de su biografía en las palpitaciones de verdad de esta nueva obra que -como hacía Nomadland- construye orgullo sobre los páramos donde se amontona la tantas veces denostada white trash de los desheredados.

Este festival vivió también una de esas primeras convulsiones que prosiguen a un aviso sísmico. Son recordadas aquí de los pases de los primeros tarantinos. Y se reconoce ese telúrico temblor cuando en una coreografía espontánea grupos de críticos en estado de alteración se detienen a pocos metros del Palais. Porque el impacto en la sala del que salen casi eyectados no puede aguardar más en su exteriorización. Julia Ducournau es la autora de esta detonación llamada Titanio. En ella, reinventa el cine de la carne como sacrificio y como pasión que te devora el alma. Esto es, el universo oscurísimo del Crash de Cronenberg y de Ballard, que vio la luz en este festival hace un cuarto de siglo. Y la libido como extorsión que no negocia y te descose las entrañas. Las hace metal. Y te atraviesa la piel. Y te hace máquina, en comunión con el coche como algo mucho más carnívoro que el vehículo rugiente de Marinetti. Como semental de acero cromado.

Ducournau había amagado ya sobre sus capacidades en el 2016 con un gore de mirada personal llamado Crudo, que exploraba el canibalismo y huía de los tópicos del género. Pero Titanio es triple salto mortal de cine furioso y guillotinador: un electrón libérrimo en la entropía que te conduce hacia territorios nunca explorados. O, al menos, no de esta forma. Sin respiro, arranca con el accidente automovilístico que fuerza una operación donde a una niña se le instala en el cráneo una placa de titanio. La vemos años después. Pugna por reinventarse como bailarina erótica, como asesina de los hombres o mujeres que osan desearla. Como transgénero currado sin techo ni ley, a golpe de cabezazos con los que se revienta el tabique nasal. Esa feroz búsqueda de una identidad que te mesmeriza a través de la mirada de la actriz Agathe Rouselle la lleva a hacerse pasar por el hijo perdido de un jefe de bomberos: un Vincent Lindon colosal que se suma a la fiesta de la carne en continua mutación. Que enseña a su nuevo hijo que reanimar manualmente un pecho muerto es seguir a manotazos en el esternón el ritmo de La Macarena.

Sangre multicolor

Titanio es abrumador cine mutante; es exacerbación del terror psicosomático hijo de Cronenberg. Dentro de ella hay incrustaciones que saben al mejor Tarantino cuando la protagonista emprende una kermesse de sangre multicolor en un salón mientras suena, vivaz, Rita Pavone. O transformaciones que retrotraen a ese hito trans que es Tiresias, de Bertrand Bonello, quien no en vano actúa como padre biológico de esta criatura cuyo proceso de búsqueda es una de las más asalvajadas aventuras de autoconocimiento que puedan imaginar. Es un cross-over de sexo y queroseno inflamados que quitan y que dan la vida. Les robará la libra de carne más cercana al corazón. De un tajo.