Sean Connery, la grandeza de la ceja arqueada

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

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Es el primer cumpleaños del actor escocés desde su fallecimiento en octubre de 2020. Habría cumplido 91 años

26 ago 2021 . Actualizado a las 08:55 h.

Agente doble, rey de Kafiristan, policía intergaláctico, némesis de Al Capone, general del glorioso ejército británico. Tenía mil rostros, pero una sola voz. Un inconfundible hilo gutural que deslizaba líneas de texto con irresistible autoconfianza. Mirada profunda de ceja arqueada. Sonrisa amplia. Comisura arrugada en su juventud, tupida barba gris en la madurez. Sean Connery fue el primer James Bond. El que trazó la senda que luego tratarían de imitar otros, casi siempre perdiendo en la comparación. Pero el de agente guaperas tan solo fue uno de sus interminables trajes. El capítulo inicial de una de las carreras más fructíferas y amplias de la historia. Lo de sacudirle para siempre el sambenito de galán trajeado fue un esfuerzo colectivo. Recién salido del servicio secreto de su majestad, comenzó a trabajar con los mejores. Sidney Lumet lo puso en blanco y negro en La colina de los hombres perdidos y lo introdujo en el paracosmos Agatha Christie con Asesinato en el Orient ExpressJohn Huston le enroscó un salacot y le sacó sus mejores aires imperiales en El hombre que pudo reinar, y Sir Richard Attenborough le puso al frente de su recreación de la operación Market Garden en Un puente lejano. Su carrera es una mina plagada de diamantes que quedan para la eternidad. Se atrevió con todo. Lo adoraron todos.

Hoy, Sean Connery cumpliría 91 años. Fue uno de los muchos que cayeron en el fatídico 2020. Llevaba más de quince años retirado. Vivía en las Bahamas, lejos de los focos y reposando las secuelas de una trayectoria verdaderamente agitada. Su última aparición fue en el año 2003, en La liga de los hombres extraordinarios, una cinta muy discutida en la que daba vida al legendario Alan Quatermain. A pesar del ruido de los detractores, fue un final poético. El veterano que fue el rostro de la pluma de Kipling, el Robin de los bosques de Sherwood y el Guillermo de Bakerville de Umberto Eco, dijo adiós a la gran pantalla encarnando a uno de los personajes cumbres de la literatura británica. Sir Herny Rider Haggard no podría haber tenido mejor heraldo. 

Nunca olvidó de dónde venía. Hijo de camionero y de limpiadora, abanderó con orgullo sus orígenes humildes. Soportando las miradas altivas del esnobismo reinante entre los intérpretes británicos de su generación, sin experiencias shakespirianas ni aires de aristócrata de la pantomima. Simplemente, un día decidió que le gustaba actuar. Nada de parafernalia engalanada ni de intensidad impostada. La primera vez que se colocó frente a una cámara, Connery ya había vivido muchas vidas. Antes de los veintitrés ya había sido marino, modelo, culturista y hasta (casi) futbolista. Llegó al cine sin tiempo para tonterías. El resto es historia.

Es el primer año sin el gigante escocés. Por fortuna, su solemnidad y su porte cuadrado todavía son visitables. Aún arquea su ceja en millones de pantallas que le devuelven a la vida para siempre.