Servillo se enseñorea de la escena en su homenaje al teatro italiano

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

El actor Toni Servillo en «Qui rido io», filme de Mario Martone.
El actor Toni Servillo en «Qui rido io», filme de Mario Martone.

El wéstern «Old Henry» se sirve de la ucronía de revivir a un Billy el Niño anciano y retirado antes de su último tiroteo

08 sep 2021 . Actualizado a las 09:45 h.

La Mostra ofreció el segundo wéstern de su programación, tras el brillante y heterodoxo The Power of the Dog de Jane Campion. Hubo un tiempo, en la década de los 80, cuando la aparición de un filme del Oeste se celebraba como un advenimiento. Si ya tenían abriendo fuego a Rambo, si un actor bastante vaquero ocupaba la Casa Blanca, para qué necesitaban más far west en la pantalla. Cuarenta años después, el género transita creativamente como territorio del cross over. Y así, en Old Henry, se nos propone la ucronía de que Billy the Kid no murió asaeteado por su judas Pat Garrett. Y comenzado el siglo XX vive todavía, viudo y anciano, asistiendo a cómo su hijo se hace un granjero de bien en el último valle. Es una idea con excelentes perspectivas a priori sobre el tratamiento de las leyendas como héroes cansados: recuérdese, por ejemplo, el Robin y Marian de Richard Lester. Y, además, muy norteamericana. Si un 40 % de los estadounidenses cree que Elvis está vivo, ¿por qué no el oxímoron de un anciano Billy el Niño?

Es lástima que al frente del revival se sitúe un director tan ausente de pericia como Potsy Ponciroli. Unas carencias que se van haciendo patentes y alcanzan el cénit de su torpeza en el clímax del tiroteo en el cual Billy the Kid decide finamente empuñar de nuevo las armas. Ante esas fallas esenciales en la dirección, decir que en el decurso de su muy simple argumento se quieren intuir incrustaciones o ecos de clásicos como Raíces profundas o El último tren de Gun Hill no es faltar a la verdad. Como tampoco lo es que la insolvencia de Old Henry es tan palmaria como la distancia entre la carencia de empaque, como último de los hombres duros, de Tim Blake Nelson y el rostro de Clint Eastwood en el Sin perdón al que a ratos parece remitir y que se queda casi en parodia.

También la parodia es el núcleo argumental de otra película de la jornada, la italiana Qui rido io, en la cual se aborda el largo pleito que el actor popular napolitano Eduardo Scarpetta tuvo que sufrir por burlarse en una de sus farsas del entonces intocable poeta y dramaturgo Gabrielle D’Annunzio. Es este filme un acercamiento a la figura de Scarpetta, pope de la escena napolitana de la belle époque y -lo que no es baladí- padre natural de los hermanos De Filippo, Peppino, Titina y sobre todo, Eduardo, uno de los dramaturgos más relevantes del teatro europeo contemporáneo. No es casual que el último trabajo del director de Qui rido io, Mario Martone, sea la muy interesante Il sindaco del rione Sanità, adaptación de la pieza teatral de Eduardo de Filippo.

Decir Qui rido io es hablar de Toni Servillo. Qué contar a estas alturas del talento inaudito capaz de apoderarse del cuerpo y el espíritu de los dos monstruos políticos del siglo XX italiano, dos seres tan antitéticos como Giulio Andreotti y Berlusconi, ambos atrapados como si tal cosa por ese genio de la lámpara llamado Servillo. En Qui rido io, el actor -que encarna al excesivo y en absoluto empático gallo de corral que fue Scarpetta- es capaz de sobreponerse a las carencias del director Mario Martone. La enormidad de Servillo es de tal calibre que puedes disfrutar las dos horas abundantes de biopic sobrado de clichés napolitanos -y de su enfática, atosigante música- disfrutando de su gestualidad, de su savoir faire. De su nuevo acto de amor a la profesión que aquí se funde, en la meta-ficción, entre su personaje y la propia figura de Servillo, esencial titán del cine y la escena de estas dos últimas décadas.

También concursaba Reflection, del ignoto Valentyn Vasayevich. Por lo visto en su película seguirá en el anonimato. En un primer acto denso pero prometedor aborda el horror de la guerra vivida en Donetsk, con un médico ucraniano hecho prisionero y torturado por los rusos. Esa fuerza del arranque se desmerenga luego en su dilatado retorno a casa, un pretencioso e insufrible pastiche de religión, lirismo y metáforas con palomas o perros negros que predicen el apocalipsis. Un infierno para mi butaca.