«El buen patrón», sátira autocomplaciente tiranizada por Javier Bardem

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN / E. LA VOZ

CULTURA

Javier Bardem (izquierda), con el director Fernando León.
Javier Bardem (izquierda), con el director Fernando León. Alberto Ortega | Europa Press

La película funciona bien como artefacto cómico pero carece de la causticidad y de la negrura precisas

22 sep 2021 . Actualizado a las 08:49 h.

Desembarcó la segunda de las nao capitanas de la industria española en este festival, tras la Maixabel de Bollaín. Si atiendo al barómetro de ambiente epidérmico podría decirse que El buen patrón también ha triunfado. Los de la agit-prop de Jaume Roures -y también otros neutrales- ya hablan de la comedia ibérica de la década, Y su pase de prensa se celebró entre carcajadas. Mi pregunta es de qué se ríe realmente el espectador que asiste al one man show de un Javier Bardem de caracterización y registros algo forzados, en su rol de empresario paternalista. De ogro que presume de filantrópico y trata de hijos a sus empleados. Aunque -ya se sabe- siempre que hace falta se comporta como embaucador, chantajista, tirano y finalmente gánster a las puertas de su cortijo. Oigan, ¿de qué se ríen? Porque -como decía Godard de los travellings- la risa en cine es también una cuestión de moral. Y los resortes de los que el cineasta se sirve para generarla deben de plantearse desde una reflexión ética previa. Pues en El buen patrón todo el mundo se carcajea «con» el personaje deleznable al que pone cara y peluco Bardem. Participan de su picaresca de hombre rico -al revés que la commedia all'italiana, donde el humor acompañaba casi siempre al tramposo en parihuelas, al simulador con agujeros en los bolsillos.

Hay de manera clara una decisión de Fernando León de empatizar con las artimañas de este rufián de empresa. Y así, la película vive únicamente para que asistamos al arsenal de juego sucio que el personaje emplea para salir de los embrollos que le va generando su día de furia. Y que siempre tienen un coste para sus empleados, sus amistades, las lealtades inquebrantables que ha ido tejiendo como un padrino de la mafia. No es una equiparación gratuita. El momento más tenso y dramático de esta farsa está planificado conscientemente -aunque su plasmación fílmica es muy torpe- como remedo de aquella coreografía de ópera sacra, de bautismo, canto y sangre por encargo que Coppola orquestaba para Michael Corleone en la primera parte de su trilogía. Llegados a este punto, El buen patrón acepta ser una farsa donde el liquidador payaso augusto genera la empatía de las butacas. Y en la que el huelguista es pintarrajeado como un pájaro de viñeta de Ibáñez.

Pero tampoco me voy a poner tan estupendo. No quiero decir que El buen patrón sea fríamente amoral. Solo que no mide su autocomplacencia y lo fía todo a que ya la caricatura de la egomanía y de la miseria humana profunda de su protagonista llevan dentro la causticidad crítica que todo lo legitima. Y eso no es nunca así. La película de Fernando León posee momentos de innegable comicidad efectiva. Pero casi siempre llegan forzados por los corsés de guion que nunca dejan que la acción respire de modo orgánico. Y hay situaciones -como las generadas por la becaria con la que Bardem tiene sexo clandestino- que, en el marco de una cena familiar, llevan a gags propios de un vodevil de Arturo Fernández sino del mismísimo landismo. Creo, para que no me malinterprete, que tampoco cabe la mala conciencia por participar desde la grada de la juerga y de sus golpes de humor disfrutables, A mí, a los diez minutos del show de León & Bardem, me comenzó a invadir un sentimiento de nostalgia de aquel Alberto Sordi del que Monicelli se servía para dinamitar a la fea burguesía. Y mi melancolía se fue ahogando en las cien mil risas.

Thriller chino y síncope rumano

En la competición por la Concha de Oro -con uno de los niveles más altos de los últimos años, por lo visto hasta ahora- pasó el thriller Fire on the Plain, ópera prima del chino Zhang Ji. Su argumento es de polar negrísimo, con los asesinatos en serie (pero muy espaciados; hablamos de un killer candencioso) que se producen en un lugar remoto de Cantón y que parecen tener como autor a un taxista. Con un esquema de género en el cual el vecino cine coreano ha desarrollado fórmulas muy solventes, Fire on the Plain arranca en su primer tiempo con prometedora generación de atmósfera turbia. Pero todo se le va descabalando a Zhang Ji a medida que la acción se enmadeja. Y concluye pidiendo la hora, de malas maneras, a machetazos literales y de escritura argumental en medio de tremenda confusión.

Me interesa el planteamiento radical de la rumana Blue Moon, que es también una primera película como directora de la bien contrastada actriz Alina Grigore. En esta proliferación de debutantes, esta 69.ª edición del festival da también señales promisorias de que hay dentro de él deseos de explorar y de soltar lastres y rutinas. Existe, de hecho, un infinito sentido del riesgo en la dirección de Alina Grigore y sus maneras de planificar el horizonte desnortado de una joven atenazada por su familia disfuncional y con la esperanza de una huida a Bucarest para tomar distancia con el dantesco panorama humano que la rodea parten de una cámara en mano que filma muy de cerca a esta mujer apremiada por la ferocidad hosca que la rodea. Esto logra incomodarte, provocarte desazón. Te arrastra a golpetazos percutantes de una violación a un momento de tensión incestuosa. Y te fuerza a respirarlo tan de cerca y en una planificación tan oclusiva que Blue Moon se ve -y se vive- como en movimientos de sístole y diástole que acaban por dificultar el seguimiento puramente narrativo de la historia. Te sientes desnudo y como sumergido en un onirismo de pesadilla. Te lleva a algo así como un síncope. Es cine muy exigente pero detrás de él hay una mirada -la de su directora Alina Grigore- a la que conviene no perder la pista.

La franco-bosnia Lucile Hadzihalilovic fue un descubrimiento autoral de este festival, cuando en el 2004 se llevó el premio a mejor nueva dirección por la notabilísima Innocence, una insana vuelta de tuerca a la armonía de un internado de señoritas. Con Evolution (2015) se llevó también el Gran Premio del Jurado por otro microcosmos perturbador, el de una isla de los niños perdidos donde un cadáver flota en el agua. Hadzihalilovic no es ya aquella joven promesa. Pero a sus casi sesenta años sigue siendo una apóstol del cine malrollista con credenciales.

Earwig, su nueva inmersión en una atmósfera irrespirable, parte de la figura de una niña con dentadura de cristal a la que una secta mantiene secuestrada en un castillo. La directora juega con un nunca gratuito tutti-frutti de referentes: de un Henry James servido como anacronismo -porque la acción tiene lugar después de la Segunda Guerra Mundial y no en el siglo XIX- a J.G. Ballard, de Lynch a Cronenberg. Su poderío visual hace que ese infiernito de la carne deformada y de las prótesis dentales o del alma te inquiete y te observe. Porque cuando tú miras al abismo, el abismo también te vigila. Posee Earwig, aún en sus desequilibrios, una capacidad para mesmerizarte casi aterradora. Es cine con naturaleza bizarra para buscarse la vida a inhumanas dentelladas. Y Hadzihalilovic nunca se ha ido de este festival sin premio. Pongan algo en su bolsa, si se atreven.