Martín Cuenca explora la atrocidad de los seres comunes en la perturbadora «La hija»

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN / E. LA VOZ

CULTURA

El director Manuel Martín Cuenca (izquierda), con el actor Javier Gutiérrez.
El director Manuel Martín Cuenca (izquierda), con el actor Javier Gutiérrez. Juan Herrero | Efe

Jonás Trueba filmó durante cinco años «Quién lo impide», himno de crecimiento y rebeldía de la generación del confinamiento

23 sep 2021 . Actualizado a las 09:09 h.

Salgo con el miedo muy metido en el cuerpo de ver La hija, el más reciente y magnífico excurso de Manuel Martín Cuenca por el lado oscuro de los seres en principio comunes. El que alimenta obras tan diversas pero confluyentes en su rumbo a las zonas de tinieblas de la naturaleza humana como las tan estimulantes El autor, Caníbal o La mitad de Óscar. Y no, no es tampoco La hija un filme de género en sentido estricto. De hecho, hay una explícita huida -en una historia tan vocacionalmente desnuda- de los trampantojos del cine de terror a los que en muchos momentos de la acción La hija parecía abocada. Te puedes imaginar otros virajes más hitchcockianos en momentos como el de la llegada a la casa del policía al que auguras menos futuro que al Martin Balsam de Psicosis. Pero en esa evitación del giro barroco se resume bien la contención inteligente de la escritura de este filme. Atribuyo el efecto perturbador precisamente a la otra capacidad de intimidación que explora Martín Cuenca: la capacidad para cometer atrocidades de personas no marcadas por la psicopatía. O no de un modo explícito.

Desde el arranque de la película -con esa adolescente embarazada que abandona el centro de menores con la secreta complicidad de su tutor- percibo el aliento del pavor, el que nace del sometimiento, de la infinita indefensión de esa casi niña frente al poder de manipulación de ese personaje al que llama Maestro, como seguramente trataban en aquella secta de la Guyana conducida a la masacre al reverendo Jim Jones. Hay algo en ese actor de poder mineral que es Javier Gutiérrez que te invita a pensar que detrás de la calma, de la apariencia serena de su conducta, late una pulsión cuya furia y desafuero no querrías por nada del mundo ver estallar. Sucedía en El autor, su anterior película junto a Martín Cuenca. Y en La hija domina Gutiérrez lo plausible de ese registro que te genera miedo pánico y temes que finalmente el autocontrol del Maestro deje paso a una violencia telúrica.

Es verdad que -aunque el guion de Martín Cuenca y su habitual colaborador Alejandro Hernández embriden la historia original de Félix Vidal que sí se orientaba al cine de terror- hay un temor primario que rodea ese pacto amistoso entre la niña embarazada sin quererlo y esa pareja que anhela procrear y que ha encontrado en la joven la oportunidad postrera de sanar su herida. Junto a Javier Gutiérrez, Patricia López Arnaiz crece en su acelerada maduración. Y es en ella, paradójicamente, en quien sí vemos como el instinto animal va desbordando esas buenas maneras, esa civilidad de una convivencia de tres condenada a despeñarse por uno de esos páramos de la sierra de Jaén que son como el deus ex machina de la tragedia.

Esa animalidad también de los perros, cancerberos muy activos de este cul de sac angustioso al que conduce la humana desesperación de unos seres abominables, enfebrecidos y presos de un rocoso deseo de perpetuarse. Y el instinto de supervivencia de una adolescente que aprende al final que la supervivencia pasa por un escenario como de stray dogs en la nieve. Como siempre sucede con el cine de Martín Cuenca, las soluciones más previsibles -aquí la del granguiñol- son aquellas que nunca elige el director. Por esa naturaleza ajena lo recurrente y pegada como piel a los deseos que convierten al ser humano en fáustica fiera es por lo que los temores que produce La hija, ajenos a cualquier fórmula, te acompañen mucho más allá de abandonar esa casa en el averno.

Una rebelión sin profetas

Mientras visionaba Quién lo impide, la valiosísima singladura de Jonás Trueba y sus chicos, recordé en un par de ocasiones The Outsiders, una de tantas películas infravaloradas de Francis Coppola, que podremos ver en este festival en una versión restaurada y con metraje añadido y que en España conocimos como Rebeldes. No por similitud formal alguna -es la de Trueba una película metaficcionada, nada más alejado de la narrativa clásica de Hollywood- pero sí por una sensación de que este -como lo era el de Coppola- es el himno de la revuelta generacional de otro brat-pack, un hatajo de mocosos al que Trueba ha seguido y filmado durante cinco años. Desde su más naíf adolescencia al presente del 2020 pandémico, en esa conversación en Zoom y pantalla de ordenador coral con la que la película arranca.

Esa coralidad es basal en la propuesta de Trueba. Aquí no cabe el totémico chico de la moto de la también coppoliana Rumble Fish. Aunque la despedida en el autobús del capítulo denominado en la película Fantasía extremeña posea una belleza enorme. Hay un acompañamiento fragmentado de esta adolescencia -la primera noche del solos en casa, la excursión de fin de curso, la timidez y la extraversión, los primeros amores que mueren en una elipsis- que van desgranando la película como un coming-of-age que niega todos los manoseados tópicos de ese subgénero para ser respirados como cine deambulante, nómada de sí mismo, ajeno a paternalismo alguno. Y así va creciendo la película, a su manera ajena al efecto crescendo y también a la grandilocuencia del milagro del paso de tiempo del Richard Linklater de Boyhood. Y llega Quién lo impide al punto de partida: un himno de batalla contra la resignación de esta juventud huérfana de lenines en abril y que lleva letra y música de Rafael Berrio, el insustituible poeta y cantante tan cercano e importante para el Jonás Trueba cineasta -una intervención musical de Berrio oficiaba de parteaguas en La reconquista, la cuarta película del madrileño- y para el Trueba personal. Esta película comienza con la dicción inimitable de Berrio en su tema que da título a la película. Y concluye con el hatajo de rebeldes entonando en su derredor sus motivos para la resistencia en tiempos del invierno de la esperanza. Y con un insólito y valiente llamamiento al coraje democrático de acercarse a una urna, precisamente cuando lo que se lleva es el desprecio populista o iliberal por la sana costumbre de votar.

Y como Quién lo impide se ha extendido a lo largo de estos últimos cinco años, posee Trueba la capacidad taumatúrgica de invocar al añorado Rafael Berrio -fallecido en marzo del 2020, a las pocas semanas de comenzar el confinamiento- y de hacerlo renacer en la pantalla, apadrinando con su mirada sabia al brat-pack. Al final él era el Chico de la Moto.