Luis Landero: «El escritor se alimenta de sí mismo, de sus demonios»

HÉCTOR J. PORTO REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El narrador extremeño afincado en Madrid Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948).
El narrador extremeño afincado en Madrid Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948). Iván Giménez

«La memoria es muy novelera», lo que no está reñido con la verdad, dice Landero, que critica las redes sociales por lo que empobrecen la experiencia, la relación con las cosas

16 ene 2022 . Actualizado a las 18:08 h.

Cuando ya está muy cerca la nueva novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), Una historia ridícula, aún resuenan los ecos de El huerto de Emerson como uno de los mejores libros que se pudo disfrutar en el 2021. Hace ya tiempo que el lector espera expectante cada obra de Landero como preciosa medicina. Máxime tras el cénit alcanzado con Lluvia fina.

—Después de «Lluvia fina», una novela tan dura, ¿cómo se escribe esto tan distinto?, ¿o ese cuaderno que no sabe cómo gastar con que empieza «El huerto de Emerson» es solo un recurso narrativo?

—No. Yo creo que es como el actor, que un día hace de asesino y al siguiente, de ángel. No es que yo sea actor, pero los escritores tenemos algo de actores. Y en Lluvia fina sí tengo algo de actor porque es una novela un poco ajena a mí. Lluvia fina es una historia dura, pero es que dentro de una persona hay muchos mundos. Y hay mundos duros y mundos tiernos y mundos oscuros y mundos luminosos. Dentro de uno está todo. Yo también me pregunto por qué tras Lluvia fina escribí un libro que es luminoso, un modo de celebrar la vida, el haber vivido, de gratitud al pasado, una novela que, en un río voraginoso, es como un remanso, muy distinta a Lluvia fina. No lo sé, pues porque así es el mundo. El mundo es de muchos colores.

—«Lluvia fina» es como una pelea corta pero vibrante y esta novela es casi como un dietario cálido.

—Sí, Lluvia fina es una novela muy disciplinada, está muy estructurada. Es una novela que me costó, no tanto escribir como el montaje. Cómo manejaba los tiempos, los personajes, porque era como un mecanismo de relojería. El huerto de Emerson es todo lo contrario, un libro, no sé si es novela o no, que es como si sales a pasear, por el barrio, por el campo, y dices: ‘‘No voy a ningún lado, voy sencillamente a pasear, a ver qué veo''. Es un libro muy abierto, y el otro era muy cerrado. No le voy a llamar tierno, pero diría que es más amable.

—¿Cuánto hay en él de memoria y cuánto de invención?

—Lo esencial es memoria. No hay invención que no sea añadido imaginario, lo que no supone falsificación. Todo es verdadero. El olvido naturalmente te obliga a reconstruir imaginariamente el pasado. No puedo recordar detalles, pero más o menos los imagino, los reconstruyo como alguien reconstruye un cuadro que está borroso. Y luego está lo que la imaginación añade, lo que poetiza. La memoria además es muy novelera de por sí. Rescato momentos de mi pasado que, para mí, son importantes, y a partir de ahí dejo volar la imaginación. Pero siempre dentro de los límites de la verosimilitud. No ya de lo verosímil, sino de ser fiel a lo esencial del suceso. Una imaginación que jamás falsifica nada, ni para bien ni para mal. La imaginación lo que hace es reconstruir y estilizar y, en fin, intentar reconstruir la fantasía y la magia con que el niño miraba la realidad entonces. Porque hay algunas cosas que no las cuento yo, las cuento a través del niño que fui. Y mis ojos son los del niño aquel. En parte es porque persiste, perdura en mí, algo del niño que yo fui, de aquella mirada, y en parte porque la reconstruyo. Es inevitable porque la memoria está contaminada de imaginación, es imaginaria en buena medida.

—Dice usted que casi toda su vida está vendimiada por su literatura, pero solo dos de sus libros son esencialmente autobiográficos.

—[Ríe]. Hay cosas, pero están novelizadas. En mi primera novela, Juegos de la edad tardía, hay mucho de mí, de mi adolescencia, de mi padre, de cosas vividas. Lo que pasa es que lo novelas. Pero el escritor se alimenta de sí mismo, de sus demonios. Y de cosas que ha vivido, de cosas que están fuertemente impresas en su conciencia, en su memoria, en su alma. Pero sí que hay. En El guitarrista, me invento un guitarrista y me invento gente, pero en parte está inspirado en el guitarrista que yo fui y en personas que conocí en aquel mundo de la farándula que viví en mi juventud. El huerto de Emerson no está novelado. Esa es la diferencia. En otras novelas tomo cosas vividas y las novelo a mi antojo; en esta juego limpio. Pero, por ejemplo, los amores adolescentes que aparecen en El guitarrista, en Juegos de la edad tardía, en Caballeros de fortuna…, en parte, son los amores que yo conocí en mi adolescencia. ¿Por que dónde te vas a inspirar mejor que en tu propia vida?

—¿Mal concibe la imaginación que no nace en la tierra fértil de la memoria?

—Sí. Incluso cosas que ya nada tienen que ver con mi vida pero que crecen en el huerto de mi pasado, de mi manera de ser, de mi mundo… Cosas que me invento, porque la mayoría de los personajes de mis novelas están totalmente inventados. Y sin embargo la semilla estaba en alguien que conocí, en una película que vi, en un libro que leí… En el archivo enorme que hay en la memoria. ¿De dónde va a sacar una persona algo si no es de ese bazar que es la memoria?, donde tenemos todo tipo de cachivaches. Es como la piedra y el eslabón, salta la chispa de la imaginación, y unas veces resultan ser cosas vividas y otras de gente que conociste, y que de pronto te inspiran algo, una pizca de algo, y de ahí se convierten en personajes imaginarios. Pero ha pasado siempre. Kafka nunca estuvo en América. Escribió la novela América porque un tío suyo que había vivido en América vino y le contó nosequé cuando era pequeño. Y unido a informaciones que tenía de revistas, de películas, de libros… con todo ese popurrí de experiencias escribió su novela, donde se mezclan cosas que vivió, cosas que leyó, cosas que imaginó… No sé, es todo bastante difuso. Pero todo está en la memoria, en la memoria es donde se cocina todo.

Rechazo total a la autoficción, prefiere lo autorreferencial

Pese a ser autobiográficos ambos libros, aclara Luis Landero, El huerto de Emerson no es continuación de El balcón en invierno.

—Ni mucho menos. Hay una idea de familia porque tienen la misma textura. Sencillamente, cuento cosas que fueron verdad, de mi vida, mi pasado, mi familia, personas que conocí, que viven, algunas. En eso se parecen porque son libros autorreferenciales, que es como se dice ahora y la mejor palabra que hallo para definir esto.

—La autoficción no va con usted.

—No. La autoficción no me gusta, yo no autoficciono. Autoficción no es exacto. Prefiero autorreferencial, que es un poco más vago pero a la vez recoge mejor el concepto. Es algo autorreferencial porque tú eres la referencia.

—Que no deja de ser un asunto muy viejo, porque hasta Cervantes en el «Quijote» jugó con eso.

—Es que es un asunto de siempre. Solo que a partir del siglo XVIII aparece mucho en la literatura epistolar, en la literatura intimista. Esto es ya una cosa moderna, la literatura intimista no existe antes del XVIII, y no digamos ya después con el Romanticismo. Ahí aparece la literatura más íntima, porque surge el concepto de individuo, que pasa a primer plano. Pero incluso antes ya hay cosas. Fíjese en Rousseau, y sus Confesiones y Las ensoñaciones del paseante solitario. Es totalmente actual, autorreferencial y confesional. Sencillamente, el yo y lo que a uno le ha pasado en su vida es un tema como otro cualquiera. Ni más ni menos.

—Siempre le cae el sambenito de escritor cervantino en reseñas, solapas… ¿cómo se ve retratado?

—[Ríe] Con resignación. No digo ya con orgullo, porque estaría muy orgulloso, pero es que todos somos cervantinos. Si Dickens es muy cervantino, Dostoievski es muy cervantino... Cervantinos somos todos porque él crea la novela moderna y todos somos hijos de Cervantes. Creo que lo de cervantino es una cosa un poco cómoda para el crítico, el estudioso, porque así te clasifican.

—En un cajón muy grande…

—Sí, un cajón muy grande. En él podíamos estar todos. En algún momento, me han dicho que era cervantino por mi primera novela… quizá porque los dos protagonistas, Gregorio y Gil, parecen don Quijote y Sancho Panza. Pero no es porque yo haya querido que fuera así, así salió. Son dos amigos, y uno tiene un carácter idealista y otro, más prosaico. Y a partir de ahí me cayó la cosa esta de cervantino, que ni me va ni me viene. Porque no le veo demasiada sustancia a este adjetivo, a este epíteto. A mí me aseguran que alguien es cervantino... y es que no me dice absolutamente nada, me parece un poco hueco.

—Si hubiese que buscar algo cervantino en «El huerto de Emerson», quizá el pasaje intrínsecamente literario con más fuerza es el de Donde Pache, que funciona casi como uno de esos relatos insertos en el «Quijote» que tienen vida propia.

—Sí. Este libro me permite estas libertades, entre otras cosas porque yo conocí a Pache, y además se llamaba Pache, no le he cambiado el nombre, igual que Florentino y Cipriana. Es verdad que pensé en la posibilidad de cambiarles el nombre, pero me dije: «No se debe cambiar el nombre». Sí, es una persona que yo conocí, y muy amiga de mi padre, más joven que mi padre. Yo era muy niño cuando lo conocí, pero me llegaron muchas noticias suyas y luego tuvo el final que se cuenta ahí, exactamente ese final, con el garabato choricero para apretar el gatillo de la escopeta. Tal cual. Solamente que yo lo exagero un poco. Ese boliche que él monta, ese colmado en pleno campo, él lo montó realmente, pero yo lo exagero un poco para… bueno, forma parte de las reglas de juego. Pero sí, esencialmente es esto, era un soñador, un hombre que de pronto vislumbraba que había un mundo más allá al que ni él ni sus hijos tenían acceso. Entonces empezó a darle vueltas y… Pero todo eso está reconstruido porque a mí lo que me llegaron eran noticias suyas, noticias de esto, noticias de lo otro, y a partir de ahí reconstruí este relato, que me salió del alma, como yo creo que todo el libro, que me ha salido de muy hondo.

—Le decía a los alumnos que tirasen de sus recuerdos, de su observación íntima, de sus vivencias. ¿Se siente incapaz de escribir una novela puramente fantástica, una ciencia ficción, una novela de género, un encargo, una novela del oeste…?

—No. Una cosa no quita la otra. Pero creo que hay que empezar por uno mismo. Dentro de uno mismo está quizá el mayor tesoro y la mayor fuente de inspiración. Pero a partir de ahí, naturalmente que discutíamos y hablábamos del escritor… Eso no quiere decir que uno escriba sobre sí mismo, ni mucho menos. Lo único que intentaba con todo eso es que ellos descubrieran su propio mundo, eso que se llama el huerto, su propio huerto, su propio territorio, que supieran quiénes son y qué es lo que hay dentro de uno. El conócete a ti mismo de Sócrates. Tienes que indagar en tu pasado para verlo, pero también en tu presente, aprender a observar, a pensar por ti mismo, ir a contrapelo, a contracorriente del pensamiento... Pero no quiere decir que yo los invitara solamente a bucear dentro de sí mismos y a meterse en una especie de torre de marfil. Sencillamente, por ahí se empezaba. Empezábamos por uno mismo. Es que es lo que uno conoce mejor y donde está la mayor fuente de conocimientos y de sensaciones, de olores, de sabores… Hay un verdadero tesoro dentro de nosotros, que está en la memoria esperando a ser descubierto. Y luego a partir de ahí se construye todo lo que uno quiera. Pero siempre a partir de ahí. Empezando por ahí.

—Siendo como es uno de los narradores más reconocidos de la escena en español, ¿cómo es eso de que apenas se siente un escritor? ¿Eso es falsa modestia o un recurso narrativo?

—No. claro que me siento muy escritor. Otra cosa es que sienta que no tengo el oficio dominado, pero escritor sí me siento. Joder que si soy escritor, desde los quince años. Y no puedo ser otra cosa en la vida. Lo que pasa es que yo cuando me pongo a hacer algo, estoy lleno de incertidumbres y de inseguridades. Y no sé si me va a salir eso en lo que me pongo. Lo decía Juan Marsé: cuando uno escribe seis o siete novelas parece que la octava va a salir sola, porque ya se sabe el oficio; y no, cuando uno se pone se da cuenta de que se ha convertido de pronto en un aprendiz, de que tiene que volver otra vez a renovar sus destrezas para empezar. Eso es lo que me pasa a mí, la experiencia de Marsé es la misma que he tenido yo.

—Hay que volver a empezar...

—Yo cuando me pongo a escribir una cosa nueva siento una especie de indecisión, me siento como el enamorado en su primera cita: me querrá, no me querrá, qué podré hacer yo aquí. No me considero un profesional, aparte de que no me gusta la palabra profesional para esto de la escritura. Esa inseguridad que yo siento a la hora de escribir es la que he querido transmitir al decir que yo soy un hombre sin oficio. Es que no lo tengo por oficio, no se me ocurriría decir que mi oficio es escribir. Porque para mí el oficio es del que domina, del que tiene una base técnica muy fuerte y sabe como el electricista que viene a casa o el conductor de un coche o un avión, gente que domina el oficio, que tiene una técnica y va sobre seguro. Ese no es mi caso, yo me muevo siempre al borde del abismo, ¿me saldrá?, ¿no me saldrá? A veces pienso «qué bien me ha salido» y otras, «yo no valgo para esto». Cómo va a ser un oficio eso. Es demasiado incierto para considerarlo oficio.

—En esa condición de escritor, si no hay oficio ni profesión, ¿qué hay?, ¿vocación?, ¿condena?, ¿talento innato?

—Sí hay un oficio en la pequeña medida en la que uno con el tiempo va aprendiendo, ¿cómo no va a aprender? Anda que no me sirve toda la experiencia acumulada, y cantidad de recursos, uno se convierte un poco en perro viejo y ya sabe por dónde tiene que ir, y sabe qué es lo que sirve y lo que no sirve. Uno aprende, claro que aprende. Naturalmente. Uno aprende a escribir, uno aprende a novelar, todo este tipo de cosas. Pero, claro, una cosa es inventar un argumento, estructurar un argumento, que hasta ahí yo sí tengo oficio, y otra cosa es ponerte a escribir.

—De nuevo, la escritura.

—Es la escritura lo que a mí me da esa inseguridad. Yo ahí sí que no tengo oficio. En la escritura, en el cómo decir. Yo puedo decir que un personaje entra en una habitación y le da un beso a su amada. Como invención y como estructura vale, está muy bien. Yo lo tengo bien encajado en el argumento. Ahora, ¿cómo lo resuelves?, ¿cómo lo haces? Pon la cámara en acción. Coge el pincel y píntalo. Coge la palabra y nárralo. Es decir, no el qué sino el cómo. Ahí es dónde aparece mi inseguridad. En el laboreo de la escritura, que para mí es lo más importante de todo.

—En cambio, el resultado final se muestra maravillosamente fluido, con una palabrería muy ajustada. ¿Qué es eso, entonces?, ¿es eso picar mucha piedra?

—Me halaga oír eso. Porque esa fluidez es lo que intento. Que no se note el esfuerzo que puede haber ahí. Pero eso es como todo. Hay cosas que salen muy fácil. Aquello que decía Umbral, «qué bien se escribe cuando no se quiere escribir bien». A veces no sé qué pasa, será la inspiración. ¿Qué otra cosa puede ser? A veces sale muy fácil todo y da gusto escribir, y uno desconfía cuando sale tan fácil... Cuando te sale fácil y bien es porque has conectado con el tema, porque estás inspirado, etcétera. Pero otras veces hay que picar piedra, y picar piedra para que parezca que ha sido fácil.

—Que parezca coser y cantar...

—Sí, coser y cantar. Pero es en la escritura donde yo siento que no piso suelo firme. Yo sí piso suelo firme en la inventio, en la invención, y en la dispositio, en la estructura, en la disposición, pero en la locutio, en la escritura, ahí es donde yo efectivamente noto que no hago pie. Aun de este modo, para mí, es lo más apasionante de todo. Es lo más creativo. No inventar una historia, y no estructurarla, sino escribirla. O contarla de viva voz, como yo escuchaba de niño. Ahí es donde está la fineza del negocio, como dice Cervantes.

—Explique un poco esa disociación de lector, escritor y profesor que dice que padece.

—Hay cuatro yoes en mí en realidad. El lector, primero, incluso antes receptor oral, luego vino el escritor, porque empecé a escribir mis primeros poemas con quince años, después fui profesor porque había que ganarse la vida, había que alimentar a los otros tres yoes, y alguien tenía que currar, y le tocó al profesor. Y, claro, está también el yo no literario. Y eso es de lo que doy cuenta en El huerto de Emerson, momentos fundacionales, momentos importantes, de esos cuatro personajes que hay en mí. Y a veces en las lecturas no están de acuerdo, unos y otros. Joyce por ejemplo le gusta mucho al escritor, porque aprende de él, pero al lector no le gusta, y al profesor tampoco demasiado. Galdós le gusta al profesor, porque le gusta a sus alumnos, y al lector, que se lo pasaba bien con Galdós, pero al escritor no le gusta tanto. Esto es así. Estos desdoblamientos son así.

—Pero vive bien en medio de esa pugna.

—Sí, se llevan bien estos compadres, van entendiéndose, tienen que aguantarse.

«El genio del idioma está en el lenguaje oral, no en el tabernario, sino en el popular. Y ese es para mí el maestro. Esa música verbal yo la tengo dentro de mí»

En El huerto de Emerson, concede Landero, hay un claro aliento oral, que, añade, es su «maestro fundamental en el lenguaje».

—Soy hijo de campesinos. Toda mi familia eran campesinos, sin excepción, y en un pueblo perdido de Extremadura. No había libros, en ningún lado. Muchos eran analfabetos; otros sacaron de la escuela lo justo. Pero yo heredé lo que para mí es un tesoro, el lenguaje oral, pero no el vulgar, sino el lenguaje popular, en el sentido más noble. Porque mis padres, mis abuelos y toda mi familia se esmeraban en hablar bien dentro de sus posibilidades. Hablaban con el mismo lenguaje de tiempos de Galdós, de Jovellanos o de Cervantes, un lenguaje que venía rebotando no contaminado de escritura ni de academicismo. El genio del idioma está precisamente ahí, en ese lenguaje oral, en el buen sentido, no en el tabernario, sino en el popular. Y ese es para mí el maestro. Esa música verbal yo la tengo dentro de mí. Los maestros que han venido después, que son muchos y admiro muchísimo, se han ido incorporando pero siempre dentro de ese molde.

—Ese lenguaje es pura intuición...

—Es puramente intuitivo. Lo que se aprende de niño está grabado a fuego. En cuanto a mi familia, es la intuición y la tradición porque ellos lo aprendieron a su vez de sus mayores. Y es de gran variedad, riqueza léxica, sintáctica, gran viveza y creatividad. Quien realmente inventa es el pueblo. La gente. Lo aprendieron. Y menuda escuela tuvieron. Menuda escuela tuve yo. Y estoy muy agradecido de haber tenido esa escuela retórica, la mejor que se pueda tener.

—¿Hay en todo esto un canto a la vida rural, a un mundo extinguido?

—Sí, pero tampoco un canto, era una vida muy mísera aquella. Un caaanto... ¡cuidado con eso!

—Pero esa vida aparece muy dulcificada.

—De esa vida recojo lo que fue más grato para mí en la niñez y que recuerdo, que no lo recuerdo tanto yo como el niño que fui. Trato de ponerme en el pellejo del niño que fui y lo cuento desde su visión. Sí hay un canto a un mundo que está extinguido. Porque está extinguido. Mis hijos son urbanitas, ya es otra historia. Ellos aún han recibido algo de esta herencia, y está muy bien. Pero eso se ha extinguido. La cultura campesina se ha extinguido.

—Cómo se puede vender esa vida lenta, el recogimiento, el trabajo, la soledad que usted propugna, adecuada al ritmo de los días, de la naturaleza, a unos alumnos jóvenes, hechos a la cultura del impacto visual, de la rapidez...

—Se puede defender desde la escuela, desde la familia, los maestros, los padres, y sería deseable que la sociedad en general. Educar en la lentitud, en la concentración, en la soledad, sin que eso excluya el que te lo pases bien el fin de semana... Y ahí tienen que ser cómplices la familia, la escuela y la sociedad. Claro, en este país no podemos esperar eso. En este país la educación es uno de los grandes problemas que tenemos. Ya decía Galdós que el problema de este país era la ignorancia. Parece mentira, pero siglo y medio después casi podemos suscribir sus palabras. También es verdad que ha llegado Internet y ha hecho verdaderos destrozos. Tampoco es que vivamos como en los tiempos de Galdós, ni mucho menos, pero...

—Internet genera una necesidad de enterarse antes que nadie, de enjuiciar antes que nadie...

—Decía Walter Benjamin ya en su tiempo que la información es la enemiga de la experiencia, que el campo de la experiencia ha sido invadido por la información. Estamos muy informados pero no tenemos experiencia, hemos perdido la experiencia con las cosas, se ha empobrecido nuestra experiencia. Lo que tenemos que hacer es defendernos de ese exceso de información, porque es algo que acosa y que invade. Tenemos que defendernos de eso. Hay que defenderse de la redes sociales. Y de Internet. Internet es una herramienta estupenda, pero es un medio no es un fin. Cuando se convierte en un fin y resulta que en tu móvil tienes aplicaciones para que te informen de todo en la inmediatez, ¿qué tipo de vida es esa? Tu relación con las cosas queda empobrecida, empalidecida. Vives en la inmediatez, vives náufrago del presente, vives en la actualidad. No solamente es pobre, es enajenante.

—Conlleva que tu capacidad de reflexión se embote, que vayas con la corriente, con el ruido, sin valoraciones intermedias: tiras estatuas de Colón, crucificas a Picasso o a Woody Allen...

—Sí, te lo han dicho, te lo has creído. Es que además ya no es que en las redes circule información, circulan creencias. Te inoculan creencias. Es muy fácil contaminarse de esas creencias. Uno tiene que defenderse de Internet aunque solo sea para defender su lucidez y para defender su vida... Es que hemos venido aquí... ¡que la vida es breve, coño! Esto es un viaje de ida. Tenemos que vivir de primera mano. Tenemos que ver la vida con nuestros ojos y pensarla con nuestro pensamiento y oírla con nuestros oídos. No con los ojos, el pensamiento y los oídos de los demás, de los gurús. Aunque solo sea por orgullo, por dignidad.

—¿El asunto literario de la vejez está presente en su regreso a las raíces, a la infancia?

—No. Voy para viejo si es que no soy viejo ya, pero no. No tiene nada que ver con eso, ni con despedidas... A lo mejor hay algo, pero yo no tengo conciencia.

—¿Usted sigue siendo un niño?

—Yo sigo escribiendo igual que cuando tenía 15 o 16 años. Sigo escribiendo igual, con la misma ilusión. Dando lo mejor de mí mismo. Con la misma pasión, con el mismo rigor. Con el mismo afán de hacer las cosas muy bien. Yo no he cambiado nada como escritor. Al menos como actitud. Sí habré evolucionado. Otra cosa es cuando empiece a perder facultades mentales, que espero que eso tarde todavía... Eso es otra historia, entonces no sé qué haré.

—Pero no hablaba tanto de decrepitud mental...

—Bueno, la vejez sí tiene que ver con la flojera mental. Es cierto que hay gente que ha escrito novelas estupendas con edad avanzada, pero no es lo normal. Lo normal es que se pierdan facultades mentales, no en el sentido de tener alzhéimer, sino que ya no se tiene ese músculo mental para escribir novelas fuertes. Eso lo decía Juan Benet en Otoño en Madrid hacia 1950. Puede que a cierta edad se busquen temas más ligeros, más llevaderos. Esto lo dice Juan Benet y puede ser así, pero yo no lo sé.

—No siente usted que esté en una fase en que sus temas hayan empezado a virar hacia la muerte, el pasado...

—No, en absoluto.

—La senectud, como lo que ocurrió en las residencias de mayores con el covid, no parece ser un tema que venda bien, como no venden por ejemplo los refugiados muriendo a las puertas de Europa...

—Son temas tremendos, y ya los tenemos en los periódicos. Son temas que tratan tan a saco la moral, la ética, la política... Decía Hobbes, el del Leviatán, que la historia de la humanidad parece el sueño de un tigre. Y así es. Ha sido así siempre. El hombre es capaz de las cosas más nobles y también de las mayores infamias. Y lo tenemos aquí ahora con la pandemia. Tenemos gente maravillosa, gente solidaria, no solo los sanitarios, gente que se preocupa de buscar alimentos, de echar una mano aquí y allá, también con los inmigrantes, y tenemos lo contrario. Es el cordero y el lobo. En todas las épocas ha sido así. No es cosa asombrosa.