Ida Vitale: «La poesía no va a cambiar el mundo, pero prepara humanos más decentes»

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

«Qué se yo», repite la autora uruguaya al ser preguntada sobre lo que debe tener un buen poema.
«Qué se yo», repite la autora uruguaya al ser preguntada sobre lo que debe tener un buen poema. Ángel Manso

«Poner el verso al servicio de algo es complicado», advierte la escritora uruguaya premio Cervantes 2018

25 abr 2022 . Actualizado a las 16:52 h.

Menuda, pequeña y frugal como un pájaro, Ida Vitale (Montevideo, Uruguay, 1923) se desplaza con la levedad del gorrión, picoteando aquí y allá. Camina ligera, observándolo todo, con una sonrisa franca y dulce en la boca, olvidando a veces la mascarilla, como si ese vulgar virus no pudiera alcanzarla. Los ojos bien abiertos y su actitud curiosa completan la limpieza de esa mirada de niña, una niña que se niega a esgrimir por donde va los 98 años que certifica su carné. El asombro en las pupilas es el mismo que alimenta su joven cerebro y que inquiere a cada rato sobre lo que le sale al paso.

[Ocurrió hace unas semanas, con motivo de su participación en el ciclo Poetas Di(n)versos, que dirige con excelente criterio Yolanda Castaño]. La premio Cervantes 2018 acaba de llegar al espacio cultural coruñés Ágora y se mueve grácil por el recinto. No asoma resabio alguno en sus observaciones. Le encantan las casas, aunque sea un barrio modesto; le parece un entorno precioso, pese al abandono de monte bajo que invade el emplazamiento del edificio; y comenta con su hija, la arquitecta Amparo Rama, y Manuel Rivas la magnífica luz que llena el vestíbulo del centro municipal.

Vitale mira divertida al periodista que le ha tocado como interlocutor pero no parece muy interesada en la entrevista. Desecha entrar en el ascensor camino de una estancia tranquila en que conversar y sigue porfiando: ¿se imparten clases de canto allí?, ¿es eso una biblioteca?, ¿qué son estos cursos que se ofrecen en el tablero de corcho?, ¿dan formación para niños?, y esa escultura tan chillona y bonita, ¿qué es?

Solo unos días antes perdió su audífono en Bilbao, pero esa misma mañana le han entregado uno nuevo. Parece bastante satisfecha con su funcionamiento. Ni una cosa ni otra le causan apuro. Tampoco la formalidad de la charla, ya en un despacho apartado. Arranca a hablar de su infancia, a la pregunta de cuándo quiso ser poeta: «No tengo la menor idea. No creo que haya pensado en ser poeta, y nunca tuve idea de que fuera un oficio. Supongo que cuando llegué a la escuela alguien me habrá dicho ese señor es un poeta y me habrá explicado qué era un poeta. En casa, eso sí, había mucho libro de poesía, mucho libro en italiano, sobre todo, y en francés. Pero yo lo único que pensaba era en que algún día sabría leer esos libros. Ni siquiera me planteaba la diferencia entre poesía y prosa. Lo inquietante entonces para mí era que hubiera otras lenguas, no otras maneras de expresarse».

«El hecho de escribir —asume— llegó por el hecho de la lectura, aunque, en aquellos tiempos remotos [bromea], ya no sé lo que fue primero. En casa eran más o menos pedagógicos, y no me privaban del libro. Nunca examinaban el lomo, ni me decían: ‘‘A ver..., sí, puedes leerlo’’».

Recuerda alegre que tenía una compañera de pupitre, Sol, «muy querida», que era hija de Carlos Sabat Ercasty, «un señor mayor encantador, un buen padre, al que reverenciaba porque sabía que era un poeta importante». Supone que ese hecho la llevó un poco hacia la poesía, «aunque la primera que no respetaba mucho la poesía era la hija [ríe], que el padre fuera poeta no le hacía mucha mella». Era muy agradable y le prestaba libros como, por ejemplo, Las mil y una noches. «Te lo mando mañana con Sol», le dijo. «Ay, se tomó el trabajo de ponerle unos papelitos medio pegados a todo lo que consideraba que no debía leer todavía. Y, es obvio, levanté los papelitos. Yo pensé, pero qué angelical y qué inocente, estaba indicándome lo que debía leer [ríe jovial]. Aunque hay un momento en que uno mismo no ve muy claras ciertas cosas y las deja para adelante».

Más de ochenta años después, sabe que su relación con la poesía no admite ataduras ni imposiciones ni compromisos ni mensajes ideológicos. «Cuando fui más grande resolví qué es lo que no había que hacer. Salvo que uno sea Dante, más vale no intentar la poesía política. Hubo poesía política en el Renacimiento, donde tuvo su momento de grandeza, pero ya no somos Dante». En idéntico sentido, cree que la poesía es muy exigente y no quiere muchas injerencias: «Poner la poesía al servicio de algo es complicado». Asimismo, tampoco concede demasiado crédito a las virtudes salvíficas de lo lírico: «La poesía no va a cambiar el mundo, pero —matiza— ayuda a preparar humanos más decentes».

La poeta uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923), retratada a su paso por A Coruña.
La poeta uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923), retratada a su paso por A Coruña. Ángel Manso

«¿Que cómo suena tan joven mi poesía? Será que me aburren los viejos», dice entre risas Vitale a sus 98 años 

Es de asunción unánime que la poesía de Ida Vitale resulta fresca, fluye como celebración de la vida, pese a que uno pudiera esperar reflexiones más propias de la senectud sobre la muerte, la enfermedad, la vejez... Queda muy claro en su último poemario editado en España, Tiempo sin claves (Tusquets, octubre del 2021). ¿Cómo lo hace? [Se encoge de hombros como alegando inocencia absoluta]. «Son asuntos de ustedes. Al final hubo un momento en que escribía menos: uno siempre propende a mejorar, y como la cosa se pone cada vez más difícil se tiende a no escribir. Uno escribe, te dan ganas de terminar algo, pero de pronto piensas que no vale la pena, qué sé yo. ¿Que cómo suena tan joven mi poesía? Será que me aburren los viejos», dice y ríe con ganas a sus 98 años.

Ese humor permanente y sano del que hace gala lo comprendió ya de adulta de la mano de José Bergamín. «Lo adoramos. Era un hombre con mucho sentido del humor, muy generoso, muy afectuoso. Con él descubrí el humor. Nunca hablaba en serio, y empezaba por tomarse en broma a sí mismo. Nos mostraba todos los poetas. Y después llegó Alberti», evoca con un deje de tristeza cuando explica que le produce cierta contrariedad haberse aprovechado y disfrutado tanto de personas que desembarcaron en Uruguay por un drama personal, en un exilio acuciado por la Guerra Civil. Para esa altura, anota, ya tenían a Lope de Vega bien leído. «Me parecía una maravilla, los clásicos me fascinaban. Acababa de descubrir el soneto y me pasaba el tiempo tratando de hacer sonetos, que ahora ya nadie hace. Es una forma muy..., la forma siempre es importante», subraya. Con otro raudo y cariñoso «qué se yo» replica la autora uruguaya al ser preguntada sobre qué es lo que debe poseer un buen poema: «Lo más importante es que le llegue a la gente, quizá —duda— sea una cuestión de corazón».

«Nunca escribí novela ni cuento, pero eso era lo que tenía ganas de leer»

Hay una edad, relata, en que no se sabe qué es lo que realmente influye: un pasaje de un libro, una frase que alguien dice, una cosa que te llama y te obliga a leer. «No solo Guerra y paz —ahí descubrí lo que era la literatura, tendría 12 años—, también me emocionaban libros para niños como Genoveva de Brabante, que nunca volví a tener en las manos para ver realmente en qué consistía».

A veces, detalla, hasta se empieza por el rechazo: «¡Nunca leer aquello que le gusta a ese tío tan espantoso! Los prejuicios también involuntariamente señalan el camino. Uno descubre el mundo de muchas maneras, a través de alguien que te cae bien, de alguien que te cae mal». Como hay un momento en que todo lo que uno lee es estupendo, y no ayuda porque todo está por encima de uno. «Si tienes la suerte entonces de tener una buena profesora, conoces, por ejemplo, la literatura francesa, al margen de lo que esté previsto en los programas educativos del liceo. A mí me gustaba más leer un cuento o una novela, también un poema... Pero una cosa, pronto me percaté, estaba a mi alcance y las otras no. Nunca escribí novela ni cuento, pese a que era en verdad lo que tenía ganas de leer». «Supongo —prosigue— que uno lee a alguien que le gusta y trata de imitarlo. Imagino que todo comienza por la imitación. No creo que haya un poeta que, así, de su ronco pecho [ríe animada] se saque el descubrimiento de la literatura».

Y vuelve sobre el soneto, que, anota, puede ser sencillo y al tiempo una maravilla de construcción. «Cuando uno empieza apuesta a lo más difícil, pero apostar a un soneto es mucha pretensión. No se empieza a escribir poesía haciendo un buen soneto. Es un arte. Lo demás puede ser un gusto más o menos improvisado».

Sostiene que no hay grandes poemas que sean un himno en el mundo. «Nos hemos acostumbrado al francés», asegura para lanzarse a tararear: «Oíd, mortales, el grito sagrado: / ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!». Es el himno argentino, que, confiesa, prefería frente al uruguayo, por la letra. «¿Es eso poesía? Complicado», concluye para recordar cómo se reprochaba que aquello no estaba bien: «A mí me tiene que gustar el himno uruguayo».

Y enseguida interroga al periodista: «¿Quién es el gran poeta hoy en España? Rápido —apremia—, no se lo piense mucho».

Sánchez Rosillo, a lo mejor.

—No lo he leído.

—....O Antonio Gamoneda.

—A Antonio Gamoneda sí lo he leído. Uy [ríe], me está empezando a dar consejos... que yo pedí.