Cristian Alarcón, ganador del premio Alfaguara: «El final del libro se me reveló durante un viaje con hongos alucinógenos»

María Viñas Sanmartín
maría viñas REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

ALEJANDRALOPEZ

«El tercer paraíso» remite a lo pequeño como refugio de la tragedia colectiva

13 jun 2022 . Actualizado a las 09:12 h.

Cristian Alarcón (Chile, 1970) se enteró de que había ganado el Premio Alfaguara el 20 de enero, día de San Sebastián, al que curiosamente su madre le encomendó cuando con año y medio casi muere. «Me olvidé de caminar y hablar, y estuve mes y medio en rehabilitación. Estaba más para el otro lado que para este, y entonces mi familia hizo una manda a este santo, y me recuperé». Lo cuenta con tal fascinación por la coincidencia que es difícil saber si esa suerte de milagrito fue real o si el chileno nos está tomando el pelo, adueñándose de algún episodio de El tercer paraíso, el artilugio literario presentado in extremis a concurso que voló de tal forma la cabeza al jurado que ni una pega hubo, elegido el mejor por consenso. Veterano cronista, Alarcón trenzó botánica e historia familiar en un demente proceso de escritura que da para una novela aparte.

—Casi no llega a tiempo para presentar el manuscrito.

—El punto final lo puse en agosto, en una cabaña que me prestó un amigo en el lago Caburgua, en el sur de Chile. Estaba aislado, a una hora y media de barco de un pequeño muelle y creí que no llegaba al plazo límite, es más, llegué con muy poco aliento. Había que imprimirlo en papel y entregarlo en la editorial, y hacía un calor terrible. Llegué 15 minutos antes de que terminase.

—Lo escribió durante la pandemia, que resultó acabar siendo un punto de inflexión para usted.

—Me contagié dos veces. La primera, enfermé muy levemente y creí que estaba inmunizado, y para los que tenemos cincuenta y tantos la vacuna llegó tarde. En mayo del año pasado me volví a infectar. Tuve además un falso negativo inicial, así que, a pesar de sentirme mal, estuve dos o tres días negándomelo, pero mi cuerpo acabó cediendo finalmente a la enfermedad, y a las 48 horas no podía respirar. Mi hijo dice que fue la única vez que me vio con miedo, y tiene razón, tuve miedo de morir. Creo que fue la paternidad la que me sujetó, la que me ancló aquí. A los dos días, el virus volvió con ferocidad: me estaba duchando y me di cuenta de que no podía respirar, llegué gateando a la cama para ver si con meditación podía recuperar el ritmo, y entonces volví a conectarme a lo vital. En cuanto pude conseguir permiso de mi médica, me fui al campo con esta novela terminada a medias.

—¿Pudo seguir escribiendo en esas condiciones?

—Yo estaba en una crisis con la novela, no sabía exactamente si estaba funcionando el juego dual que me había inventado, no era capaz de dar un salto total hacia la ficción... Y, entonces, esas siguientes dos semanas en el campo me abrieron la cabeza. Corrí la cama hacia la ventana que da al jardín, me dormía y me despertaba con el verde, en esa letanía que se experimenta a medida que el virus se va retirando y vas recuperando la conciencia, y me puse de cara frente a una misión que sabía que tenía que terminar.

—¿Y cómo acaba esta historia?

—Vino a verme una amiga, una pinchadiscos de electrónica orgánica que hace música con los sonidos de la tierra, con sonidos del folklore latinoamericano, y me trajo hongos alucinógenos, que ahora le están ganando mucho terreno a las drogas sintéticas porque producen una sensación de cercanía con la naturaleza y conectan de un modo muy profundo con lo más íntimo, abre todos los sentidos. Me pasé tres días investigando en Internet si iban a cerrarme los pulmones [ríe]. No quería dar un paso atrás, no quería autoboicotearme. Cuando me convencí de que no había peligro, decidí probar con una dosis pequeña, como para no enloquecer, y después de un primer momento de hilaridad y risa, seguido de una enorme tranquilidad y conexión con la naturaleza, llega un punto de extrema lucidez en el que se me reveló el final de la novela.

—¿Qué fue lo que vio en ese viaje alucinógeno?

—No viene un muñeco animado a darte respuestas, pero sí se produce como una conexión neuronal, las ideas se ordenan y se concatenan. Ahí lo vi claro, caí en lo que tenía que hacer para cerrar su historia. Supe que tenía que irme a mi pueblo en Chile, donde ocurre la novela. Allí pasé cuatro meses arremetiendo contra un texto que ya se fue completamente a la ficción. Tuve la absoluta libertad de reinventarlo todo, inspirado en una saga familiar y en un jardín mítico.

—Esta, que también es una historia de exilio, sucede entre Chile y Argentina. ¿Se siente más chileno o argentino?

—Cada vez, más chileno, porque este regreso es un regreso que no se va a detener. Tardé tantos años en aplacar mi sensación de destierro que una vez que logré desprenderme de esos fantasmas lo que hice fue anclarme a la tierra nueva y construir allí familia, amigos, vínculos; sobre todo, identidad. Me escuchas hablar y no dejo de sonar argentino. Un sujeto híbrido inmigrante nunca deja de ser eso, pero sí se puede mover pendularmente entre un lugar y el otro. Sucede que es ahora cuando estoy pudiendo volver. Y vuelvo a Chile con enorme expectativa de soportar el regreso, porque en la fantasía del que se fue el recuerdo del lugar perdido suele ser grato, y en el regreso hay mucho fracaso.