Antonio Pereira, el poeta que escribía cuentos y sentía haber perdido el candor

H. J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El escritor villafranquino Antonio Pereira, retratado por su paisano el fotógrafo José Antonio Robés en una imagen que sirve de portada a la edición integral de los cuentos del autor leonés que publica Siruela
El escritor villafranquino Antonio Pereira, retratado por su paisano el fotógrafo José Antonio Robés en una imagen que sirve de portada a la edición integral de los cuentos del autor leonés que publica Siruela

Editan todos los relatos y la poesía para festejar los cien años de su nacimiento

16 ene 2023 . Actualizado a las 09:05 h.

Hay un secreto a voces en la literatura española. Un verdadero clamor silencioso cuyo nombre es Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923-León, 2009). Decía sobre el escritor el novelista y traductor granadino Manuel Talens en un artículo: «Si en el mundo hubiera eso que llamamos justicia, si Dios (¿pero existe?) fuera en verdad misericordioso, hace años que estaría públicamente considerado como el contador de historias más grande que ha dado este país en el último cuarto del siglo XX». Y lo corrobora Julio Llamazares: «Mi paisano era un hombre que destilaba humor, ternura e inteligencia, uno de los mejores autores de cuentos cortos que ha dado nuestra literatura y, sin duda, el mejor narrador oral que yo he conocido». Lo cierto es que pasan los años —pronto hará catorce de su fallecimiento— y su condición de precioso autor de culto no ha variado mucho. El centenario de su nacimiento, que se cumple el próximo 13 junio, podría ser un buen punto de inflexión para cambiar esta verdad inamovible que a él nunca le preocupó en exceso, ajeno como era a frecuentar capillas, impenitentemente discreto y socarrón, siempre a contracorriente.

Adelantándose a esta señalada efeméride, y en colaboración con la Fundación Antonio Pereira, la editorial Siruela aporta su grano de arena a este empeño de reivindicar la figura del escritor berciano con un hermoso proyecto que vuelve a reunir Todos los cuentos en una publicación, renovada y muy cuidada, de la narrativa breve completa con un prólogo revisado del poeta leonés (aunque asturiano de cuna) y amigo Antonio Gamoneda y Todos los poemas en un volumen prologado por otro excelso poeta berciano y también amigo, Juan Carlos Mestre, quien, por cierto, trabajó con la viuda y albacea literaria, Úrsula Rodríguez Hesles, en la recopilación de los relatos que el mismo sello publicó originalmente en el 2012. Seis años antes habían sido reunidos sus versos, siguiendo la revisión del propio autor y de la mano del sello barcelonés de raíces leonesas Calambur, en Meteoros. Poesía 1962-2006, que ya integraba como epílogo el texto El poeta hace memoria, donde Pereira recuerda sus primeros versos bisoños en diarios y revistas, para los que solicita con humor una mirada piadosa, y cómo buscó el camino. Al hilo de esa búsqueda rememora una conversación con Leopoldo Panero, de la que extrajo una máxima que semeja la piedra filosofal: «Si Dios está de dar, el poema nace en cualquier sitio y en cualquier momento». En su prólogo Mestre afirma que «cada poema de Pereira es un melódico refugio para el abandonado huésped de la tierra, los signados con la huella de la ironía y la tristeza, los que saben que al otro lado de la imaginaria línea crece un bosque de silbidos donde verdea el misterioso tallo de la teatralidad humana, la dulzura y los acervos frutos del fracaso ante el espectador de sombras. Todo lo demás es fidelidad y pasión por la desnuda belleza, sendas por las que no transita el hombre indiferente, sino el individuo decente y el cómplice asiduo, el súbito que en su cualidad de amor sostiene el hilo de la cometa en las esplendentes aldeas de la escritura».

Tregua de consolación

«La poesía, más que conocimiento o comunicación, es para mí una tregua de consolación, algo que encaja con aquel concepto de Gómez de la Serna cuando habla de un hiperespacio que Dios nos concede para que no sean tan sórdidas las ocho de la noche», confiesa Pereira para recordar que, al tiempo que componía y publicaba sus poemas, cultivó la narrativa breve. «El cuento literario tiene mucha afinidad con el poema y, además, en mi poesía —soy devoto del Romancero— no es difícil encontrar ingredientes narrativos. Por otra parte, la disciplina del verso me proporcionó recursos impagables para el relato: economía verbal, renuncia a los meandros y digresiones, poder de sugerencia de las palabras».

Dos magníficos tomos que son un canto al valor de lo pequeño —tanto como la obra de Cunqueiro o de Monterroso; y si no véase su microrrelato «Entró en el pajar y se clavó la aguja»— que solo dejan fuera de encuadre sus textos periodísticos y sus tres novelas. «El novelista puede ser altanero. El cuentista debe ser cordial y amistoso», advierte en su decálogo personal para cuentistas.

«Gracias, amigo, pero yo no soy más que un poeta»

Sostiene en su prefacio Antonio Gamoneda que la narrativa de Antonio Pereira es él mismo, y que por eso «conlleva grandeza estando deliberadamente fundamentada en la sencillez». En esa «subjetivización radical», en esa transmutación de la sustancia propia, arguye apelando a Sartre, reside la «poesía irremediable» que inunda sus cuentos. ¿Quién tiene esa capacidad de interiorización?, se pregunta Gamoneda para replicarse de inmediato: «Los poetas que lo son realmente, no los meros versificadores». Enumera para ejemplificar: don Quijote es Cervantes, K es Kafka y la Esposa y el Amado son San Juan de la Cruz. Así, insiste el prologuista dirigiéndose a Pereira: «Tu escritura no puede ser ficción porque tu escritura eres tú», una «re-creación subjetiva de tu propia vida». Por ello, recuerda, cuando alguien ponderaba el alto valor ficcional de su narrativa, el escritor berciano se despachaba con un «gracias, amigo, pero yo no soy más que un poeta». Y es que, concluye, en los relatos de Pereira «las palabras narran con la potencia y el temblor propios de la poesía».

En uno de los relatos —titulado Cuento de los dos narradores— que componen el grueso tomo de casi novecientas páginas, Pereira refiere la historia de un narrador que en sus orígenes califica de inocente —al que «dio por escribir lo que veía o imaginaba en sus comarcas del interior, el desvirgue de un criado de monjas, a quién se le ocurre, pero delicadamente contado», y otras historias, dice, de desencanto o de ternura—. Pero, «con los libros de teoría literaria y otras malas compañías», recuerda el autor, «el narrador inocente fue perdiendo la inocencia» y comenzó a evitar que se le viese «demasiado el plumero de lo rural» y dejó de incurrir «en alguna que otra voluntad de perfección, de búsqueda de la calidad de la página». Y da término, maravillosamente, a esta breve pieza que parece confirmar la tesis de Gamoneda desde una óptica puramente biográfica, que corrobora también que Pereira no sabía ni quería saber lo que eran los géneros: «El narrador inocente prosperó en el oficio de contar y se convirtió en el narrador resabiado. Pero no se arrepiente de sus cuentos de aquel tiempo, ni a sus personajes los niega. No le importa que al mandarlos de nuevo a la imprenta lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano. Lo que siente es haber perdido el candor. Si aquello era de verdad candor, que con estos cuentistas nunca se sabe». Así era Antonio Pereira, tan genial y humorista.