Oskar Kokoschka, guerra, errancia, compromiso y reinvención artística

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

La comisaria Anna Karina Hofbauer, en la exposición, comentando la obra «El manantial», rematada por Kokoschka en 1938, durante su etapa en Praga.
La comisaria Anna Karina Hofbauer, en la exposición, comentando la obra «El manantial», rematada por Kokoschka en 1938, durante su etapa en Praga. Luis Tejido | Efe

El museo Guggenheim de Bilbao inaugura una gran exposición retrospectiva del «pintor de almas»

17 mar 2023 . Actualizado a las 09:03 h.

«No olvidemos que todas las patrias, todas las tierras de los padres, hunden sus raíces en el vientre de la Madre Tierra». En una carta abierta publicada en el Frankfurter Zeitung el 8 de junio de 1933, unos meses después del ascenso de Hitler al poder, Oskar Kokoschka (Pöchlarn, Austria, 1886-Montreux, Suiza, 1980) lanzaba esta advertencia sobre la radicalización del nacionalsocialismo en Alemania. No era un politólogo, pero había sido herido de gravedad siendo soldado en la Gran Guerra, no había superado aún el trauma del horror bélico e intuía lo que el nazismo iba a suponer para Europa —con cuya idea de unión y democracia siempre soñó— y para sí mismo. Huyendo de la opresión y la persecución nazi, su vida se convirtió en una errancia permanente en pos de la libertad necesaria para crear, para expresarse, para comunicar. Y su trabajo fue su forma de compromiso cívico, sin vanas nostalgias, no solo en favor del pacifismo sino también en apoyo de las víctimas. «No viajo con la romántica intención de verter lágrimas por el pasado. Lo pasado, pasado está. No comparto el desencanto de mis contemporáneos, en especial de los artistas, que se expresa en la literatura, el teatro y el arte mediante la idea vigente de que la existencia carece de sentido. Tampoco me dedico a hacer collages con desperdicios sacados de los vertederos del industrialismo, aunque esa sea una forma actual del arte que refleja fidedignamente la realidad del presente [...] Para mí, la cultura europea no ha perdido su sentido. El testimonio de la vida de esos artistas permite concebir aún esperanzas; los sedimentos orgánicos penetran, incluso en tiempos de sequía, el suelo infértil. Es posible levantarse por la mañana, abrir los ojos y sentirse parte de todo lo que existe».

Una visitante contempla la obra de juventud de Kokoschka «Niños jugando» (1909).
Una visitante contempla la obra de juventud de Kokoschka «Niños jugando» (1909). Luis Tejido | Efe

Nunca se rindió y así lo manifestaba en 1971 en su libro de memorias Mi vida. Con ese espíritu se enfrentaba al lienzo aun en esos años y pintó el cuadro Time, Gentlemen, Please, una irónica alusión a su ocaso vital que, en el aspecto estilístico, podrían haber firmado otros enfants terribles de la década de los ochenta como Basquiat, del que Kokoschka puede considerarse un precursor no solo por introducir textos en sus telas (en los años inaugurales del siglo XX). Y es que Kokoschka era un visionario, algo que afloraba ya en la radicalidad de sus primeras obras. Porque, entre otros motivos, no dejó de reinventarse. Hasta autores como Egon Schiele, más joven que él y sobre el que ejerció una gran influencia, padecieron la tentación conservadora cuando cuajaron una voz artística. Kokoschka nunca se conformó, cuando alcanzaba el cénit de sus indagaciones, su alma inquieta se imponía y quemaba otra etapa. Esa viveza y ese talento para evolucionar de quien fue maestro del expresionismo y adalid del figurativismo, apodado «el pintor de almas», por la profundidad psicológica de sus retratos, pueden verse en la magnífica exposición retrospectiva que inaugura este viernes el museo Guggenheim de Bilbao, organizada en colaboración con el Musée d'Art Moderne de París, patrocinada por la Fundación BBVA y comisariada por Dieter Buchhart y Anna Karina Hofbauer.

Su ambición y su curiosidad hacen que la muestra ofrezca muchos Kokoschka pero siempre —en esa búsqueda constante de la identidad— fascinará al espectador por su rabiosa gama cromática y el modo en que experimentaba con la pintura y las texturas, jamás de modo caprichoso o frívolo, superponiendo decenas de capas hasta trabajar en relieve, arañando el óleo con las uñas, esparciéndolo con los dedos, con el mango del pincel, dejando en la tela un aire de pieza inacabada... «Nunca tuve la intención de entretener a mis contemporáneos haciendo malabares para que me consideraran un ser especial. Solo trataba de crear mi propio mundo —escribe en 1948—, en el que sobrevivir a las fracturas que gradualmente se extendieron al mundo entero. Si mi mundo no desaparece conmigo, será aún mejor».

 Autorretrato como «artista degenerado»

El nazismo confiscó la obra de Kokoschka y lo puso en una lista como candidato al fusilamiento. Y, como respuesta, pintó su autorretrato como artista degenerado. Así fue como dejó Viena por Praga y como cogió allí el último vuelo para exiliarse en Inglaterra. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, ya no quiso volver a vivir en un país de habla alemana y se instaló en Suiza, en la localidad de Villeneuve. Los autorretratos son un termómetro de su estado de ánimo y su evolución artística; desde los primeros, en que es un joven despreocupado y el hombre herido física e íntimamente en la Gran Guerra, al artista degenerado, que se planta ante el acoso nazi, el que rehúye defensivo ante lo que ve a su alrededor y el que finalmente, ya en su madurez, se muestra confiado e incluso en compañía de sus seres queridos.

Su historia es un poco la del convulso siglo XX en Europa, concepto del que fue firme defensor con la cultura como nexo, más que apelar al espacio geográfico, que, decía, es absurdo pensar en función de una serie de fronteras obsoletas en un mundo en que puedes cruzar el Atlántico en un vuelo de unas horas. Es por ello que, como subrayaban los comisarios, su obra y especialmente sus lienzos sobre la Gran Guerra o sobre la Segunda Guerra Mundial, que se enfrentan en la última sala de la muestra, son hoy tan oportunos ante lo que está ocurriendo en Ucrania.