Lucía Lacarra, el cuerpo como instrumento de vida

Yolanda Vázquez

CULTURA

La estrella de la danza presenta en Oviedo, junto a Matthew Golding, In the Still of the Night, un trabajo coreográfico iniciado con Fordlandia en pleno confinamiento

31 mar 2023 . Actualizado a las 10:26 h.

Es muy poco probable que una bailarina de clásico tenga vida útil más allá de los 45 años; entendiendo por vida útil, máximo esplendor técnico unido a una gran capacidad de comunicación: el fluido de la transferencia de un intérprete en escena. Lucía Lacarra (Zumaia, 1974), que este miércoles deleitó al público de Oviedo con su cuerpo, tiene 48 años. Podríamos decir que ha superado con creces el tiempo concedido, y que cerca ya de llegar al medio siglo de vida, sigue admirando a propios y extraños con su tesón y su capacidad de entrega, y con el trabajo que hay detrás de cada hebra de músculo de su muy pulido cuerpo. Un cuerpo que es objeto de este artículo, a través de la pieza que se vio en el Campoamor, y que ocupa el segundo título del Festival de Danza de Oviedo de este año.

No hace falta haber visto Fordlandia (2020), la otra coreografía de Lacarra, para saber que In the Still of the night (En la quietud de la noche) es la continuación de un proyecto iniciado en pleno confinamiento, entre la bailarina vasca y el bailarín y coreógrafo canadiense Matthew Golding (1985). El estreno español de la pieza tuvo lugar en el Teatro Arriaga de Bilbao en 2021.

La verdad sea dicha: la historia que nos cuenta importa más bien poco, aparte de que flojea bastante. Su duración, 60 minutos, está perfectamente casada con el audiovisual, aunque no tiene que ver con el de Fordlandia, entre otras cosas, porque no cuenta con los mismos recursos de grabación, edición y montaje. Sí debe reconocerse lo preciso del ensamblaje entre la ejecución, en diversos momentos, de los pasos a dos y el visionado fílmico, que instala una atmósfera de pasado/presente con los papeles expresivos repartidos: el audiovisual muestra el pasado y la ejecutoria en tabla nos habla del presente. El audiovisual, de corte cinematográfico, a veces nos traslada a Dirty Dancing; más en concreto, a lo grande y bueno del baile de salón como elemento narrativo, no como entretenimiento de crucero. 

Más allá de todo esto, está ella. ¿Y cómo está ella? Lacarra es una bailarina sublime en, al menos, dos aspectos. El primero es su amor a la danza, la forma de vivir su vida encima de un escenario. Y, el segundo, hacerlo argumentando temple, fisicidad musical, donosura que porta talento de cotas técnicas poco igualables (a los 48), que bien se aprecia en sus extensiones, dorsales, cambres, giros o portes, y, sobre todo, pies. Esa facilidad pasmosa para hacerse cuna o cuenco, y no dejar que nada rompa la metáfora de ese elemento tiene un nombre: el cuerpo como sabiduría de escena. No es otra cosa. Pero llegar a eso lleva toda una vida (y a veces parte de otra). 

Hace tiempo que el cuerpo de Lacarra es un instrumento; a veces parece un ente autónomo que nunca se excede en nada, excediéndose en todo: la mesura de su delgadez dirime mucho la belleza del movimiento, su argón. Mucho de lo que hace puede sentirse perfectamente musical. En el arte de Lacarra, se deja de ver la persona para ver sólo la perfección del trazo, las líneas como notas, el sonido de la invisibilidad y su anticipación; y, con él, la afinación de su scordatura: su trabajadísimo cuerpo, siempre al servicio de la alzada del ballet: estar allá y no acá (lo elevado). Se llama Lucía pero podría ser cualquiera con otro nombre, pues llega un momento en que ya no se ve a Lucía, solo se ve lo que Lucía representa: un hada, un hada; un cisne, un cisne…O, como en este caso, una mujer de la calle. Una mujer. Y es con lo que el espectador se queda, con lo que se droga, sin importarle demasiado todo lo demás, aunque ayude y sea importante, evidentemente. 

La danza, en concreto la disciplina del ballet clásico, es un poderosísimo abecedario que (menos mal) está volviendo con fuerza a distinguir en el aula a los estudiantes. Algo que desde aquí hemos promulgado siempre como necesario. La poderosa intención de una estrella del ballet es que no muera la danza, su danza, con la que ha crecido desde niña y siempre ha estado con ella, evolucionando con ella. Es muy difícil mantener esa droga a raya, siempre es consumo interno y no necesita nada. Incluso estando completamente quieto se baila. Es imperecedero el deseo de bailar, la vocación de sentirse y vivirse bailando, sin que a eso, como intención y estilo de vida, se le pueda poner objeción alguna. Es un compromiso con uno mismo y solo con uno mismo. No necesita de nada y de nadie más.

Lacarra siempre lo consigue, parece que siempre te vas con ella. Es un privilegio ver a alguien así, en vivo, al natural, en escena, fuera de ella… Que estando se mueva, y que quiera seguir haciéndolo porque, de momento, todavía puede. Mucho lujo. 

(Ojalá que de seguido también fuera maestra). Es una pena lo mal reconocida que está en nuestro país. Desde hace años debería ser premio nacional de danza.