Desmontando los tópicos sobre Pessoa

H. J. P. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El poeta, en 1914. Fernando Pessoa (Lisboa, Mártires, 1888-Santa Catarina, 1935) aseguró en una carta al crítico y escritor Adolfo Casais Monteiro que fue en 1914 -año en que se data esta fotografía que retrata al poeta- cuando creó sus principales heterónimos, los de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro Campos.
El poeta, en 1914. Fernando Pessoa (Lisboa, Mártires, 1888-Santa Catarina, 1935) aseguró en una carta al crítico y escritor Adolfo Casais Monteiro que fue en 1914 -año en que se data esta fotografía que retrata al poeta- cuando creó sus principales heterónimos, los de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro Campos.

Manuel Moya da cuenta en una biografía de la vida extraordinaria del poeta portugués

30 may 2023 . Actualizado a las 09:35 h.

Admite Manuel Moya —y sabe de lo que habla— que pesan unos cuantos tópicos sobre Fernando Pessoa que desvirtúan pobremente su figura y su obra. Sobre todo, dos. Uno de ellos es el que atribuye al hecho curioso de sus muchos heterónimos buena parte de su celebridad e incluso la importancia de su producción literaria. «Pessoa, Caeiro, Campos, Reis y Soares son autores clásicos sin posible discusión. Leer a cualquiera de ellos resulta una experiencia fascinante. La genial anormalidad consiste en que los cinco —pero hay más— cohabiten en un mismo individuo y que ese individuo nos parezca, así, sin más, un pobre hombre». Es ahí donde señala el segundo de los lugares comunes, que incluso —anota— se extendió como un cierto convenio crítico por el que «Pessoa carece de vida y, por tanto, su obra, ingente, ha de ocupar las vastas regiones de niebla que no nos proporcionan sus vivencias. Su biografía habría de descansar únicamente en su obra», razona. Algo similar, curiosamente, sucede en ocasiones con Kafka.

Moya niega la mayor y lo hace en su minucioso ensayo Pessoa, el hombre de los sueños (Ediciones del Subsuelo). Quizás, dice, no es un Byron, un Almada-Negreiros, un Rilke o un Kipling, pero, «pese a (casi) no salir de su ciudad natal en treinta años, pese a no haber disfrutado de una chispeante vida amorosa, pese a no haber luchado en ningún frente, pese a su pinta de hastiado oficinista, Pessoa se manejó en una vida intensa, tanto en lo intelectual como en lo vivencial». Sin ella, prosigue, no se entiende «la comprensión humana que destilan sus escritos o sus vínculos con la oportunidad histórica que lo rodeó». Y es que, sostiene, «lo que la obra de Pessoa nos ofrece es una densidad humana pocas veces vista. [...] Pessoa —insiste— no es el poeta neutral encerrado en la tópica torre de marfil».

Una posición, anota, sin embargo, que él hubiese deseado alcanzar, pero nunca consiguió «liberarse de la ficción humana», «de las cadenas con que la supervivencia lo apretaba y que le resultaban tan insoportables». El motor íntimo de buena parte de su obra literaria es «esa sed de libertad que no logró conquistar».

Los demonios de la depresión

Como muestra de esa vida al límite que padeció, Moya recuerda cómo desde su llegada definitiva a Lisboa, en 1920, se arrastró por más de veinte domicilios distintos —«y casi cada uno de ellos significó un pequeño revés en su vida»—; fundó, ideó y fracasó en decenas de empresas de diversa índole; fue poeta vanguardista y probó en empleos prácticamente inéditos entonces, como los de publicista e inventor. Mientras así se debatía, «luchó contra los demonios de la depresión y si no ingresó en un psiquiátrico fue porque siempre anduvo sin blanca, vio cómo amigos suyos tomaban el atajo del suicidio, él mismo lo pensó en más de una ocasión, pasó necesidades, tuvo deudas, sableó a sus amigos, se sintió humillado a menudo, renunció a una existencia confortable, participó en conspiraciones, trató con personajes célebres como Aleister Crowley, aceptó su papel de polemista en causas hostiles, inventó ismos, amó o medio amó a una mujer, Ophelia, se consumió en otros amores secretos, vivió ante el permanente acecho de la locura y de la incertidumbre y fue a la muerte por su propio pie, entregándose a ella en un suicidio aplazado trago a trago. ¿Quieren mayor biografía?», interpela el ensayista.

«Tan plural y laberíntico», Pessoa, reflexiona Moya, se presta a todo. Un esclavista y un libertario, un académico y un vanguardista, podrían bien sentirlo de su lado. «Tiene una frase redonda para cada uno» y en sus más de 27.500 documentos abandonados en el famoso baúl «el buscador de perlas y teorías encuentra un horizonte infinito», asegura.

«La contradicción expresa [en Pessoa] la vibración del pensamiento», afirma Moya

Fernando Pessoa, en su pluralidad, «escribe en todas direcciones; es un grafómano, atrapado en el hormigueo de la vida». «A veces sus dedos se adelantan a su pensamiento, otras corren tras él como la liebre de marzo corre detrás del tiempo, sin encontrarlo. [...] Como Unamuno —elogia Manuel Moya—, se presta a la contradicción, porque la contradicción expresa la vibración del pensamiento y es la vibración su razón de ser».

Lo importante, como dijo el poeta, recordando a los argonautas, no es vivir sino navegar, concluye el autor de la biografía, por lo que el lector tratará de «verlo navegar, ligero de equipaje, sin alejarse mucho de la costa, pero con la sensación de libertad de quien abandona el plácido cobijo del muelle para enfrentarse al oleaje del mar».

Manuel Moya embarca al curioso en un proceloso viaje en el que hallará un Pessoa ampliamente documentado, pero sobre todo una visión compasiva, humana, empática del gran vate portugués que, además, despierta, inopinadamente, en el lector un enorme deseo de revisitar su poesía —una verdadera y fascinante galaxia, un arte en sí misma—, que a la postre es lo que verdaderamente importa, acéptese o no la condición más o menos mundana del devenir vital del escritor.