Paco Plaza inaugura Sitges con los sustos de convento de «Hermana muerte»

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

Siu Wu | EFE

«La última noche de Sandra M.» indaga en la supuesta relación de la actriz Sandra Mozarowski con el rey Juan Carlos y en su trágica muerte cuando estaba embarazada

06 oct 2023 . Actualizado a las 08:40 h.

 Este Festival de Cine Fantástico de Sitges posee una atmósfera que -en un recurso muy del género- hace que su mapa funcione como en varias realidades paralelas, desde el foco central en los pases ante dos mil personas en el Gran Auditori hasta las películas escurridizas de las secciones paralelas que se proyectan en los viejos cines del pueblo, por no hablar de las tantas veces formidables series Z programadas como para una secta de verdaderos connaisseurs en ese altermundo genéricamente llamado Brigadoon.

Así, puede suceder que la película del día, la que recibirá toda la atención de la alfombra roja en la gala de inauguración, sea lo más reciente de Paco Plaza, la película de terror en un convento Hermana Muerte. Pero que el mayor miedo real, sin trampantojos, surja de una película proyectada casi de tapadillo en un pase matinal y en una pequeña sala de nombre Tramuntana.

Se llama La última noche de Sandra M. y en ella su director, Borja de la Vega, guioniza como una pieza teatral las horas que Sandra Mozarowski, actriz emergente en el cine del destape, pasó encerrada en la casa de sus padres antes de morir -las causas nunca fueron aclaradas y la autopsia no se hizo pública- con solo 18 años en una calle del madrileño Barrio de Salamanca. Y digo encerrada porque la película remite a una situación -siempre supuesta- que ya ha dado lugar a una novela estimable, El asesino tímido, de Clara Usón.

En el libro de Usón y antes en un vox populi de publicaciones de diferente calado se habla de la posibilidad de una relación sentimental que Sandra Mozarowski habría mantenido con el entonces Rey Juan Carlos. Y en el texto de Usón y en la película se aborda un -también supuesto- acoso por parte de enviados del poder a la actriz para que diese término a su embarazo. Parece ser que ella tenía previsto dejar aparcada su carrera en el cine, irse a Londres a estudiar inglés y formarse para dejar de ser musa del destape, etiqueta que ahogó tantas trayectorias de actrices que no supieron -o no pudieron-abandonar ese cerco.

Lo que Borja de la Vega dramatiza -con todas las licencias posibles; no puede ser de otra manera porque hay registros de lo que sucedió en esas horas- es la violencia que sufre Mozarowski cuando un policía o agente del Cesid aporrea con fuerza su puerta. O mientras recibe continuas llamadas donde el interlocutor permanece en silencio o la amenaza. Después sucedió lo que ya es microhistoria de la Transición. El cuerpo de Sandra Mozarowski, en caída desde su ventana, yace inerte en la acera. Y el expediente se cierra.

Podemos pensar que Mozarowski -aunque su carrera era incipiente y no poseía simbología de estrella- tuvo algo de Marilyn Monroe en su acercamiento al sol inclemente del poder. O no. En La última noche de Sandra M. Borja de la Vega camina sobre ese filo sin traspasar los umbrales de lo prudente pero tampoco escondiendo la mano. Descubre a una actriz muy poderosa, Claudia Traisac, a la que seguro que no en vano aquel visionario de talentos futuros que fue Carlos Saura eligió en 2004 como una de las niñas de su película El séptimo día.

El parecido físico con la Mozarowski real es nulo. Y ese efecto buscado de distanciamiento es una decisión artística acertada porque ayuda a que esa criatura acosada -casi adolescente- que cuenta a otra amiga actriz -Inma de Santis- detalles dantescos de hasta qué punto está demolida por ser usada como carne de cañón para aquella industria del desnudo exigido por el guion. O pequeños destellos de esperanza o de orgullo, tan simples como unas palabras de reconocimiento de Emilio Gutiérrez Caba después de que ambos rodasen una olvidable comedia de Pedro Lazaga, Hasta que el matrimonio nos separe. Y la fragilidad de esa mujer durante esas horas de tensión, de violencia que rodea las paredes de su apartamento se compadecen sin efectismos con ese final de figura descalabrada sobre el asfalto sin que nadie preguntase por qué.

Paco Plaza y los pellizcos de monja

Pero ya les contaba que las luces de candilejas de la jornada inaugural de este Sitges 2023 pasaba -claro- por la apertura con la nueva película de uno de los popes del cine de terror nacional. Lo es de modo sustantivo por las dos primeras entregas de REC (son las dos realmente buenas; las otras son prótesis o estiramientos innecesarios) codirigidas con Jaume Balagueró. Por la muy notable Verónica. Y, en menor medida, por la primera media hora de su película anterior, La abuela, que luego malbarataba ese inicial clima de azufre tan bien conseguido.

Hermana Muerte viene a ser la precuela de Verónica. Porque se extiende largamente y explica los orígenes de aquel personaje de ojos sin vida, la monja ciega. Lo hace escarbando en el pasado hasta llegar a un episodio atroz de nuestra guerra civil: la violencia contra los religiosos cometidas por descontrolados elementos del bando republicano. De esa simiente de violencia se va a derivar una tragedia veinte años después. La llegada de una novicia a uno de aquellos lugares de culto incendiados precipita que se abran las compuertas del horror: ahora ya no de clave política o histórica.

Plaza mueve ficha y nos sitúa -tras un arranque de niña santa y milagrería filmado en blanco y negro, como falso found footage- en una trama de sustos de convento, un subgénero que ha sido imán para las taquillas (The Convent, La monja, Expediente Warren: el caso Enfield…), aunque a mí la que me gusta es la temporada titulada Asylum del American Horror Story de Ryan Murphy.

Esa candidata al casamiento con Dios que llega al convento es la cría que avistó a la Virgen en un erial. Entiendo algo de lo que Plaza quiere conseguir: un clima cerrado, oclusivo, habitado solo por mujeres. Piensa en La residencia, obra personalísima de Chicho Ibáñez Serrador. Pero en Hermana Muerte apenas hay nada de original. Sus relaciones de poder -tan malsanas y febriles en La residencia- se articulan aquí sobre personajes del todo superficiales (la Hermana malvada protagonizada por Maru Valdivielso).

Y su dinámica del miedo se maneja con trucos muy viejos: el eterno recurso al impacto que en realidad es una pesadilla, la telequinesia repetida con un objeto tan poco icónico como una vieja silla de paja. Y una ausencia de ritmo que se vuelve alocada aceleración en la resolución final del misterio, algo que tal vez provenga de la pluma histérica de Jorge Gerricaechevarría, el coescritor de las cosas de Álex de la Iglesia.

Hay también eso que ya empieza a conocerse -y no sin causa- como tufillo Netflix. Hermana Muerte se estrenará directamente en esa plataforma. Y las dinámicas como desganadas de la película de Paco Plaza suenan un poco a ese ritmo de factoría taylorista que esa gigantesca y desalmada casa impone a sus productos, con la excepción de las 3 o 4 obras de qualité que cada año produce calculadamente como escudos para proteger bajo ellos su excepción cultural de prestigio. Desde luego, Hermana Muerte no entra en ese club. Su función de miedo se queda en pellizcos de monja para ver desde el sofá.