Carlota Pereda pierde el toque de gracia de su ópera prima «Cerdita»

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

La directora Carlota Pereda y las actrices Maia Zaitegi y Belén Rueda, en la presentación de «La ermita».
La directora Carlota Pereda y las actrices Maia Zaitegi y Belén Rueda, en la presentación de «La ermita». Siu Wu | Efe

La película «La ermita», protagonizada por Belén Rueda y presentada en Sitges, trata de mezclar terror y melodrama con un balance funesto

13 oct 2023 . Actualizado a las 17:21 h.

No me encuentro entre los que hallaron en Cerdita una explosión de talento desbordante. Pero sí me pareció que la primera película dirigida en solitario por Carlota Pereda manejaba con soltura una suerte de folk-terror extremeño, y sus elementos de película rural, junto a arquetipos como el del bullying que buscaban sus referencias en la Carrie de Brian de Palma. Y, también, la que es una raíz del género desde Frankenstein: la persecución de la diferente, erigida en heroína fuera del canon de la final girl del cine de terror al uso.

Poco o nada de la frescura iconoclasta de la estimable Cerdita queda en el esperado nuevo trabajo de Pereda. Y como sucede que este filme es otra incursión en la horror movie, el descalabro es todavía más notorio.

La ermita quiere beber de la fuente de la tradición oral vasca, con la historia de los llamados hombres pájaro, médicos de la peste del siglo XVII. Tiene el antecedente del cine antropológico de Pedro Olea —El bosque del lobo (1970) y Akelarre (1984)—, donde lo local enriquecía y explicaba las raíces del miedo. Por el contrario, en La ermita todo ese folklore popular que rodea a la acción es totalmente prescindible, accesorio, como una chirigota adusta que se pasease por el Goierri vasco totalmente desconectada de la trama.

Y es que el problema de fondo de La ermita es el de ser una película en continua desconexión consigo misma. Se pretende cine de terror con templo encantado pero no profundiza en ese núcleo de irradiación del mal. Pierde metraje y fuelle en la subtrama sobre las dificultades de comunicación de madre a hija, en el desencuentro entre ambas hasta que ya es tarde. En ese empeño del melodrama familiar se dispersa como vacuo cine de herencia de superpoderes. Belén Rueda es la falsa médium que usurpa la capacidad real para conectar con otras dimensiones de su madre. Y que, a su vez, encuentra su plausible redención en la niña sobre la que pivota toda la acción, con su aura paranormal. Una aura de la que —por cierto— carece la joven debutante Maia Zaitegi, uno de los casos de actriz infantil peor dirigida que recuerdo. Y tampoco le salva la función Belén Rueda —nuestra supuesta scream queen— con un personaje que no es ni empático ni sororal. Y así las cosas, en estos tiempos, cómo te van a querer.

La ermita nunca funciona ni como drama emocional ni como cine de terror. Lo que debería ser una trama muy simple (una iglesia, el espíritu de una niña calcinada) lo enreda Carlota Pereda a partir de un guion enemigo de sí mismo. Y en sus formas —frente a la innovación estética que proponía Cerdita— esta película suena y se respira viejísima. Para cuando llega su clímax —una de esas montañas de cuerpos y almas que no descansan en paz— ya has tenido ocasión de pensar mucho en tus asuntos para que tanta ermita y tanta niña muerta ni te caigan encima ni te fatiguen más allá de lo imprescindible.

Los niños perdidos de Stevenson o Mark Twain

Frente al desconsuelo que provoca el fiasco de La ermita, surge una película prodigio con unos niños en el epicentro de su aventura. Riddle of Fire, apabullante debut del realizador norteamericano Weston Razooli, es una de esas gozosas emanaciones de la infancia recuperada. Sitúa a su grupo de nada demediados héroes de carne y hueso, erigidos en inocente wild bunch, en banda de salteadores de caminos o de sueños. Estos críos —y la película— cabalgan y se ríen de todo: la propiedad privada, la capacidad de moverse libres sin controles parentales, las sectas tóxicas con una bruja madre que es el Long John Silver de La isla del tesoro. Porque sería demasiado simplificador recurrir al comprensible culto a Los goonies cuando Riddle of Fire se arrima más a un territorio que es el ya citado de Robert Louis Stevenson o el Tom Sawyer de Mark Twain. En ese horizonte épico de confrontar la vida sin temor, desafiar enemigos como molinos de viento, y de conocer el mal y salir de ese duelo con él reforzados y puros, se mueven los protagonistas del excepcional trabajo de Razooli. Los que comienzan la película en la temida adicción a las videoconsolas y abandonan el sofá para vivir peligrosamente y comprender el sentido de la camaradería como ley de la calle o del bosque. Y retornar siendo ya otros en esta obra de cine de la inocencia como grandeza.