Ángeles Caballero: «Me han sobrado meses, incluso años, de la vida de mis padres»

CULTURA

La periodista y escritora Ángeles Caballero.
La periodista y escritora Ángeles Caballero. Tomás López Morales

Enterneciendo y removiendo a partes iguales, la escritora reivindica en «Los parques de atracciones también cierran» que a todo no se puede llegar. Y que no hay nada malo en ello

03 nov 2023 . Actualizado a las 20:52 h.

Las «vicisitudes» familiares nos apelan, porque todos tenemos una —familia, vicisitudes probablemente alguna más—. Por eso, la historia que ha escrito Ángeles Caballero (Madrid, 1976) nos habla de tú a tú; nos vemos en ella. Reconocemos a Manolo y a la Juli, y a toda su estirpe particular que es común, a esa clase media que se vino a más cuando «España —todavía— iba bien». Simpatizamos pronto —identificándonos entre pares— con los que aún con las cuentas más que saneadas nunca dejan de guardar, hormiguitas, con quienes no han perdido el acento de barrio y con los que todavía a día de hoy siguen traficando con táperes los domingos; que no en todas las casas sonaban Serrat y Aute. Los parques de atracciones también cierran (Arpa) es un viaje que empieza en la luz y acaba en la oscuridad sin por ello perder por el camino ni un poco de la ternura que respira el relato, ni siquiera el humor, salvavidas. Hay culpa y hay purga, la de una hija que se convierte en madre, de sus propios hijos y también de sus padres. Y hay una mujer honesta, valiente, que optó por cuidar en lugar de ser cuidada. Por ser «leona en vez de avestruz».

­—¿Llevamos las mujeres en el ADN los cuidados?

—Totalmente, pero además una prima mía que es psicóloga me dijo en una ocasión que se había dado cuenta de que hay dos tipos de personas, los que cuidan y los que se dejan cuidar. Y las que cuidamos enseguida nos olemos.

­—¿Tuvieron que fallecer sus padres para que pudiera sentarse a escribir este libro?

—Sí, y de hecho ahora cuando me entra un poco la llorera, digo: 'Ay, Dios mío, si mis padres vieran esto, vieran la gente que va a la presentación, los abrazos que recibo…'. Si mi madre viera que el prólogo lo ha escrito Jorge Javier Vázquez se sentiría orgullosísima de mí, pero mucho más orgullosa que del hecho de que yo haya escrito un libro. De hecho, probablemente no se lo leería, solo se leería el prólogo. Y diría: 'Ay, Mari, qué ilusión tan grande'. Pero sí, si mis padres no hubieran fallecido, no hubieran estado enfermos, este libro no habría salido, y mi vida habría sido otra. También el momento dulce que estoy viviendo actualmente se lo debo en cierta medida a la enfermedad de mis padres, que me llevó a hacer cambios importantes en mi vida, a ir parcheando, a darme de alta como autónoma, por ejemplo.

—Desdramatiza «lo de cuidar» y la vejez. Pero «qué mal se pasa cuando toca apechugar».

—Sí. A mí me han sobrado meses, incluso años de la vida de mis padres, como también me sobraron de la de mi abuela, a la que adoraba, pero morirse a los 104 años habiendo perdido por completo la vista, prácticamente el oído, levantándose para sentarse en un sillón todo el día... Pues no. ¿Qué clase de vida es esa? Esto de 'ay, qué bien, vamos a poder vivir hasta los 130 años', oiga, no. Déjenme en paz que, yo con un infartito a los 80 y que viva la gente su vida. Fue un alivio cuando se murieron y no pasa nada, hay que verbalizarlo. A veces golpea la culpa, cómo no va a golpear, desear que todo acabe te coloca en un punto de, 'vaya, qué hijastrona', que diría mi madre. Pero es así. Y sobre todo me sobró tiempo por ellos, me sobraron cosas vividas que no he contado en el libro por puro amor a ellos, cosas que escuché, frases que se me han quedado taladradas en el cerebro. La ley de muerte digna es de lo mejor que nos ha podido pasar.

—La Juli todo lo «tapaba», no hablaba las cosas. Y va su hija y pone todos los trapos a tender.

—Su hija se ha ido a una playa nudista y se ha tirado allí tres días [ríe]. Me llevaría la bronca del siglo si ella leyese este libro, porque ya por cualquier cosa que escribiese sobre actualidad, que ni siquiera leía, porque mi madre nunca me leía, me decía que iba a acabar encerrada en Carabanchel, que qué manía de poner a caldo, que qué necesidad.

—De su alcoholismo, ¿usted sabía sin saber? ¿Sabía y no quería mirar?

—Yo he llegado a la conclusión de que un poco sí, de que más o menos intuía. Pero cuando empecé a detectar señales mi padre ya tenía enormes dificultades de movilidad, había tenido que dejar de conducir y tenía ya un nivel de vulnerabilidad y dependencia muy alto, entonces me dije: 'Mira, si yo ahora pongo esta otra carta sobre la mesa, se nos lleva por delante'. A todo no se llega y pensar que se llega a todo solo genera dolor y frustración.

—Un día abrió la nevera de casa de sus padres y se encontró un paisaje, siempre próspero, sembrado de platos precocinados. La comida, como baremo en esta historia.

—Sí, sí. Y hay algo muy transversal que es eso de que en todos los puntos de España todo se resuelve con comida. Mira, el último día que vi a mi madre fue el 8 de marzo del 2020, era domingo, le tocaba ir a verla a la residencia a mi tía Mari Carmen y a mi prima. Y yo cogí el autobús y me presenté allí con quesos que había comprado en una escapada a Burgos. Recuerdo que hacía sol, y me puse a repartir quesos envasados al vacío. Y todo ese rato fue: 'ay, qué bien, pues mira, yo te he traído fiambre, yo un bote con tomate frito'. Todo se celebra con comida, pero al mismo tiempo todo se atenúa con comida.