En la Berlinale: Kristen Stewart inunda de adrenalina la tarantiniana «Love Lies Bleeding»

José Luis Losa BERLÍN / LA VOZ

CULTURA

La actriz Kristen Stewart y la directora de «Love Lies Bleeding», Rose Glass.
La actriz Kristen Stewart y la directora de «Love Lies Bleeding», Rose Glass. NADJA WOHLLEBEN | REUTERS

El francés Bruno Dumont brinda en «L'Empire» su particular «Star Wars» surreal en tierra de garrulos lisérgicos

19 feb 2024 . Actualizado a las 17:29 h.

En cualquier gran festival, con esa carrera de fondo de muchos días de proyecciones, se agradecen las películas que transgreden géneros, las que se salen de territorios previsibles para agitar su provocación o su revuelta en crossover y que juegan a varias bandas. Eso sucedió este domingo y por partida doble en la Berlinale: en la norteamericana Love Lies Bleeding —donde Kristen Stewart y la culturista Katy O’Brian cabalgan sobre un thriller con aura LGTBI que fluye como una riada de violencia desencajada, en el ambiente de polvo del desierto de la Hospitalidad Sureña— y en la francesa L’Empire —en la que Bruno Dumont retoma el surrealismo de sus garrulos lisérgicos, ya familiares a través de su serie de televisión P’Tit Quinquin y de su largo Ma Loute, para volcarse en una ideación de un Star Wars paisano, abiertamente loco y euforizante—.

Stewart ha aterrizado como la gran estrella de esta edición, con permiso, naturalmente, del maestro Scorsese, que recibirá el Oso de Oro a su carrera. Y lo cierto es que la camiseta la suda todo lo previsto y aún más en Love Lies Bleeding, que dirige la británica Rose Glass. Su película es como una encrucijada del cine de cartoon hiperrealista de los hermanos Coen y del vértigo con el que imprimió leyenda Tarantino. No llega —seguro— a la altura artística de unos o del otro, pero lo innegable es que Glass —cuya capacidad para el cine inquietante constató en su debut con el terror neogótico de Saint Maud— construye una tremenda women power, tan convencida de que ha nacido para el frenesí y el exceso supraviolento como lo están Kristen Stewart y Katy O’Brian de que su historia de amour fou lésbico tiene que abrirse paso en un mundo macho que ellas desmochan con las mismas armas, descalabrando cráneos o dejandoabdómenes horadados por el fuego y el acero.

Y resulta irrefrenable y contagioso todo ese fiestón adrenalínico de Stewart y O’Brian, que uno respira como si se encontrase ante un divertimento mayor y hardcore de los Explosivos Acme de la animación de la Warner. Love Lies Bleeding es cine en todo momento autoconsciente de moverse en el exceso. Y en ese territorio acelera hasta límites casi insuperables. Hay clímax como el agigantamiento de Katy O’Brian en clave El ataque de la mujer de 50 pies o todas las intervenciones de un sensacional Ed Harris como monstruo patriarcal y némesis de estos dos iconos que son Stewart y O’Brian. Ellas —con el talento de Rose Glass para la trepidación— hacen que uno milite a carta cabal en su ideario de que el amor yace sangrando. En esa sabia locura, crece y arrolla esta formidable exhibición de thriller hormonal que deja en cuento de Sissí a Thelma y Louise y que, cuando menos, iguala la huella egregia de Gina Gershon y Jennifer Tilly en aquellos Lazos ardientes que firmaron las hermanas Wachowsky hace casi treinta años.

Fuerzas galácticas

En esa vereda abierta al desvarío, uno sale de Love Lies Bleeding y se da con la vena genial para el grotesque surreal de Bruno Dumont en L’Empire. Qué curiosa trayectoria la de este cineasta, que llegó a cimas de prestigio nihilista con películas de crueldad irrespirable como La vida de Jesús, La humanidad, Hadewijch o Hors Satan, y que, súbitamente, en el 2014, sufrió una transformación y pasó del cine de la angustia existencial a unas fantasías de comicidad complicada de clasificar, primero con P’tit Quinquin, que parodiaba el cine de polis en un marco de criaturas rurales de la Francia profunda primarias hasta la caricatura, y luego con as bestas —estas sí, las buenas, no las de Sorogoyen— de Ma Loute, con las que vuelve a la carga en L’Empire. En un pueblito de pescadores de la costa norte francesa, Dumont hace que nazca un niño, que será El Elegido, que provoca que fuerzas galácticas del Bien y del Infierno aterricen en ese paisaje donde los guerreros Star Wars lucen boinas y no corazas. Sin límites para el humor desaforado, qué impagable esa nave nodriza de la que desciende como un Mini-Yo el gran Fabrice Luchini erigido en Darth Vader o en Belcebú.

«Dahomey», crónica concienciada del posimperialismo

Como no todo iba a ser bacanal, tras esas dos sesiones de cine celebratorio, llegó un filme documental de denuncia del postimperialismo con la firma acrisolada de la franco-senegalesa Mati Diop. Diop fue revelación en el Cannes del 2019 con Atlantique, una singular y poderosa metáfora del desamparado viaje acuático de los africanos que buscan suerte surcando los mares hacia Europa, en la cual estos eran perfilados como zombis —o muertos al llegar— en una muy bella encrucijada ente el fantástico y la tragedia humanitaria. Era por ello muy esperada la siguiente obra de Mati Diop. Dahomey se trata —ya está dicho— de una aproximación documental en torno a la devolución de 26 piezas de arte sagrado saqueado a Benin por parte de la República francesa. En sus 68 minutos se habla del doble juego diplomático francés, de su intento de reforzar lazos en un momento en que su posición en el África subsahariana se halla en peligro. También se cuestiona la continuidad de la hegemonía de la lengua francesa en Benin. Y se reivindica como cultura ancestral el vudú.

Es muy correcta la exposición de temas de Dahomey. En todos los sentidos. También me parece cierto que como obra visual sus aportaciones son escasas. Y como cine de tesis no dejo de sentirla como algo epidérmica. Creo que no me suministra mayor información o motivos para reflexionar que lo que puede hacer un buen texto periodístico sobre el tema. Bueno, pero es Mati Diop. Y se entiende que aspire al Oso de Oro.

En cambio, resulta muy irritante la alemana Sterben (Muriendo), de Matthias Glasner. Se trata del cine de cuota, fórmula de todos los certámenes. Lo que sucede es que cuando la cosecha germana no tiene un Petzold o una Schelenec hay que temer lo que se te puede caer encima. Sterben pertenece a esa odiosa naturaleza de los dramones familiares que recurren a todas las desdichas: enfermedades terminales, senilidad extrema, alcoholismo, suicidios, entierros de padres y madres. No se ahorran una. Y se extienden durante nada menos que tres horas en las cuales deseas que todos los males sucedan pronto, para que esos personajes que detestas desaparezcan de plano. Eso sí, nobleza obliga, al frente del papelón está Lars Eidinger, un fabuloso y sensible actor alemán cuya grandeza ya le ha llevado al panorama internacional. Aquí es el hermano y eslabón menos débil de una familia desestructurada por el rol de una madre manipuladora y violenta. Ves a Eidinger en su protagonista, que es director de orquesta. Y piensas que todo este empacho de cine como de tv-movie de mesa camilla no se merece la batuta de un maestro de la más sutil escuela de la interpretación.