100 años de Marlon Brando, el chico que salió de Nebraska

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Vito Corleone, icónico personaje de «El Padrino».
Vito Corleone, icónico personaje de «El Padrino». Cortesía

Considerado por muchos el mejor actor de todos los tiempos, la figura de Marlon Brando se dibuja en el presente como un compendio de luces, sombras, excentricidades y genialidades

06 abr 2024 . Actualizado a las 10:50 h.

No sería exacto decir que Marlon Brando era un hombre de mil caras —y, además de no ser exacto, sería muy poco original, porque la machacona coletilla, que en realidad no significa gran cosa, se usa siempre que se pretende agasajar a un actor—. Tampoco es necesariamente positivo el sambenito de la metamorfosis. Si el intérprete se diluye por completo en sus personajes hasta exterminar cualquier rastro de impronta personal, entonces, ¿dónde está la gracia de tener superestrellas? El que se sienta a ver una película de Marlon Brando quiere ver a Marlon Brando. Que, por muy inmerso que esté en la pantomima, se sigan viendo los contornos de su inimitable carácter. El genio y el nervio y los mofletes que lo auparon a los podios de tantos y tantos corazones.

De estar vivo —murió en el 2004— habría cumplido ahora la centena. Como tantos personajes de sus películas, se movió hacia el oeste. Porque nació en Omaha, Nebraska. Pero murió en Los Ángeles, California. Para las leyendas del cine de aquel entonces —y hasta un poco todavía para las de ahora— era una especie de obligación lo de vivir y morir en L.A. a ser posible, en Beverly Hills, donde los artistas más triunfadores hacen gueto. Un gueto de champán y caviar, sí. Pero gueto al fin y al cabo. Durante un tiempo, sus vecinos de avenida fueron Warren Beatty y Jack Nicholson. Una conjura de malotes. Porque Marlon era, y esto es parte fundamental del folklorismo que lo atraviesa, un chico malo con fondos sentimentales. Se hacía el duro contoneándose chulescamente dentro de sus vaqueros ajustados y lanzaba miradas inclinadas de desprecio. Pero, en el momento de estalle de las pasiones irrefrenables, jadeaba de pasión y pena gritando: «¡Estelaaaaa!».

«Un tranvía llamado deseo»
«Un tranvía llamado deseo» XL Semanal

En esa dualidad, que ha tenido tantos (y tantos y tantos y tantos) imitadores posteriores, está el cimiento de su constante ascenso, un brillo que ni después de muerto se apaga. Por barrer hacia Iberia, es un poco como el Cid, que ganaba batallas después de muerto a lomos de Babieca. Brando sigue, aún hoy, ganando admiradores desde la tumba. Cada vez que algún joven cinéfilo se topa por primera vez con Vito Corleone, o que, escarbando un poco más allá de lo evidente, resucita su Julio César o su ¡Viva Zapata! y echan sus ojos chiribitas por el descubrimiento del virtuosismo, engorda un poco el nombre. Él pavimentó un camino que después, con acierto desigual, intentarían transitar otros. Los Pacino, los DeNiro, los Keitel o los Gazzara se cobijaron a la sombra de un mismo árbol. El del brandismo.

Duelos al sol

Echando la vista atrás, se da el espectador cuenta de que parte sustancial de la carrera de Brando son los enfrentamientos cara a cara. Los duelos interpretativos. Lustrosísimo fue el que tuvo con Karl Malden, vía Elía Kazan, en su Ley del silencio (donde, además, se añaden los abultados talentos de Eva Marie Saint y Lee J. Cobb). Un terremoto que tendría réplica años después con El rostro impenetrable. Primer y único ejercicio directoral de Brando. Un wéstern agridulce donde Malden era, este vez, el malo (y Katy Jurado la enamorada). También lumbrosa fue la refriega con el inmenso Trevor Howard de Rebelión a bordo (rodaje en el que, por cierto, conoció a la actriz polinesia Tarita, que luego se convertiría en su mujer). O con el etílico Martin Sheen de Apocalypse Now, ya en un tiempo donde no quedaba ni la sombra del apuesto galán pero sí se mantenía incólume su capacidad para merendarse las cámaras.

«La ley del silencio».
«La ley del silencio». internet

El desdibuje de su figura fue penoso y triste. Como a tantos otros prodigios de la naturaleza, lo ahogaron los vicios, los excesos y los tormentos. Un espejo de su declive fueron las pifias tardías. En La isla del Dr. Moreau, de John Frankenheimer, parecía ya la sombra de la sombra de su sombra. Algo que, en realidad, casi hasta se agradece. Porque humaniza al mito. Mortaliza al inmortal y recuerda que, a pesar de todo, y por muy alto que vuele, el hombre es solo un hombre cuando llega el ocaso. Como el Julio César que por un instante se pensó para siempre, pero que redescubrió la expiración ineludible entre puñaladas senatoriales. Nadie, ni el más grande, es inmune a la enfermedad del tiempo, ese barrendero sin vacaciones.

En un torbellino de contradicciones, luces y sombras, en la cicatriz sangrante de la fama corrosiva y omnipresente y pesada, vivió un hombre de una sola cara. Pero vaya cara. Oronda o delgada. Peluda o pelona. Mantuvo siempre la profundidad melancólica de la mirada. Un hilo rojo que unía cada etapa del camino. En el idealismo del primer canalla que miraba con ojos lujuriosos a Vivien Leigh y en la derrota moral del mercenario veterano de Queimada se siente, a pesar del abismo de separación, la presencia de un espíritu compartido. De un pionero que hasta sin querer sabía hacer lo suyo. Que hasta sin esfuerzo podía dibujar las piruetas más inverosímiles.

El coronel Kurtz de «Apocalypse Now».
El coronel Kurtz de «Apocalypse Now».

Su otro perfil, menos comentado, es el del activista. En tiempos talludos hizo suya la causa del arrinconado y agredido nativo americano, desplazado por los rascacielos y las carreteras y los trenes y los aviones y (sí) las películas. Consciente de la parte de culpa que le tocaba al gremio, provocó a sus colegas rechazando su segundo Óscar (el de El padrino) y enviando a la ceremonia, como su emisaria, a la activista Sacheen Littlefeather, que cantó las cuarenta (y hasta las cincuenta) a una concurrencia que echaba humo por las orejas —al enfurecido John Wayne le faltó el perfil de un folio para liarse a puñetazos con el universo—.

Son estas algunas pinceladas, insuficientes por supuesto, para empezar a componer las mil piezas de ese raro, ruidoso y retador rompecabezas que fue Marlon Brando. El niño que hizo el petate, dejó Nebraska y caminó hacia el oeste.