Adiós a Roger Corman, el genio que descubría superestrellas

Carlos Portolés
carlos portolés REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

MOHAMMED BADRA | EFE

Aunque fue muy prolífico como productor cinematográfico, también deja un brillante muestrario de películas dirigidas, como las adaptaciones de Edgar Allan Poe que hizo con Vincent Price. Se le atribuye el descubrimiento de directores como Martin Scorsese y Francis Ford Coppola y de actores como Jack Nicholson

13 may 2024 . Actualizado a las 08:28 h.

Era Martin Scorsese, allá por el año 1972, un prometedor joven que hablaba con la cadencia de una metralleta. A pesar de intuírsele mimbres tersos, no había demostrado aún ni a público ni a crítica ni a industria las piruetas artísticas de las que era, como se vio luego, capaz. En este trance, el de las dudas y los primeros pasos, se le apareció de entre los subsuelos de Hollywood Roger Corman. El gran hombre orquesta. Un contorsionista de la cámara y el suspense y lo feo y lo intrigante y lo divino y lo humano. Y le dijo a Martin: «Martin, aquí tienes un poco de dinero, unos cuantos decorados y a Barbara Hershey. A ver qué consigues hacer».

Ciertamente no hizo gran cosa. El tren de Bertha, que horripiló en su estreno al mismísimo John Cassavetes —al término de la proyección fue este al encuentro del nervioso e inexperto Scorsese y con mucho cariño le dijo algo así como que había parido un mondongo de los muy malos—. Sería al año siguiente cuando el retratista de las mafiosidades neoyorquinas tantearía las orografías de la cumbre con sus Malas calles. Pero ahí quedó una verdad incontestable. Antes de que nadie le pusiera cara al chiquillo superdotado de Queens, Roger Corman ya había visto algo en él. Ya le había ofrecido una silla de director y un elenco con caras conocidas (salían también John y David Carradine).

No a todos sonará, a este lado del Atlántico, el nombre de Roger Corman. Pero cabe poca enmienda cuando se afirma que es una de las figuras más prominentes de la historia del cine norteamericano. A sus muchísimos talentos particulares se añadía un olfato sagaz. Bruto. Pero no bruto como una fiera, sino como un diamante precioso e incorrupto. Identificaba el potencial ajeno como si sus ojos estuvieran provistos, al estilo de Ray Milland, de rayos X. A Corman le deben parte de su triunfante escalada rostros de mucho fuste como el de de, por ejemplo, Jack Nicholson. Un pequeño pero memorable papel en La pequeña tienda de los horrores fue la carta de presentación de un actor, que, más adelante en el camino, daría descanso en sus estanterías a tres Óscar.

Si le pido a usted, lector cinéfilo, que piense en una obra de aromas psicodélicos protagonizada por Peter Fonda y Dennis Hopper, seguramente el nombre que le picará la lengua, y con muy buen criterio, será Easy Rider (1969). Pero el germen de ese monumento motero también descansa bajo la sombra de Corman, que dos años antes ya había reunido a la icónica pareja actoral en The Trip. Otra historieta que demuestra muy cierta su fama de pionero. Allí donde otros no veían más que cardo y sequedades, él intuía futuros vergeles y frutos dulces. Entonces se ponía a sembrar. Muchas veces solo. Muchas veces entre vientos. El tiempo casi siempre le daba la razón.

Haciendo un poco de ficción, no es muy difícil imaginar que, sin Corman, a lo mejor, no habría Apocalypse Now. Porque fue él uno de los primeros en hacerle hueco a Francis Ford Coppola, al que contrató como asistente de guion para la libérrima y extraordinaria adaptación de Lovecraft que fue El palacio de los espíritus (1963). Ese mismo año, como buen padrino, Corman también le encargaría a su pupilo la dirección, ya sin ruedines, de su temprana Demencia 13 (1963). Por algo hay que empezar.

Pero no solo de romper cascarones vivía este sabueso excéntrico. También de devolver sus fulgores a figuras en proceso de apagado. Para siempre quedará su simbiosis con un veterano Vicent Price, al que ofreció reaupamiento en los sesenta, una década en la que las viejas glorias o se jubilaban resignadas o iban a morir a las carteleras de Italia. Hicieron juntos las memorables traslaciones cinematográficas de los cuentos de Edgar Allan Poe, culmen de las carreras del uno tras la cámara y del otro frente ella. De La caída de la casa Usher (1960) a El cuervo (1963), pasando por las Historias de terror (1962), tan tenebrosas en su síntesis.

Los estratos con más pompa de la cinematografía veían con aires mohínos y suspicaces estos ejercicios de disfrute infinito. El calendario les haría tragar sin compasión sus ñoñerías, porque Roger el intrépido terminó revelado como poco menos que un profeta de la pantalla grande.

De la dirección se retiró en 1971 con El barón rojo, aunque con un inciso en 1990 llamado La resurreción de Frankestein, actuada por John Hurt y Raúl Julia. Pero su abandono de la regiduría no fue, en modo alguno, una ruptura con el cine. Se replegó a la producción, poniendo siempre el ojo en propuestas que, manteniendo el espíritu kitsch, serie B y un poco horterilla, arrojaran a su cartera abultados beneficios. Así hizo Corman fortuna en este mundo. Ofreciendo buenos ratos a las gentes de un mundo loco.