Talento, polémicas y sus adicciones marcaron la trayectoria del argentino que falleció ayer a los 60 años tras sufrir un paro cardíaco

En poco más de 165 centímetros cupo todo. El ídolo y la vergüenza. El estadio Azteca y los centros de desintoxicación. Los goles imposibles, las asistencias, la magia y el rodillazo en la final de Copa del 84. El dios, la víctima y el pendenciero. Todo equivale a un metro sesenta y siete. Hace más de 30 años que Diego Armando Maradona es la unidad de medida universal del fútbol. Para lo bueno y para lo malo.

Tanto que en el año 2001, en el día de su homenaje en la Bombonera ante 60.000 hinchas, el ídolo tuvo que aclarar que Diego Armando Maradona y el fútbol no son sinónimos. «El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo, de eso que no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, la pelota no se mancha», explicaba enfundado en una camiseta de Boca Juniors varias tallas más grande que la suya.

El del Diego es uno de esos legados infinitos, que no se miden en trofeos ni caben en unas líneas de periódico. Considerado por muchos como el mejor futbolista que jamás haya pisado un campo de fútbol, su figura se acerca más a la creencia que a la ciencia. Es, dicen, el mejor, pero nunca fue ni el más caro, ni el que más goles metió, ni el que más copas levantó. Si no es religión para sus fieles, es algo parecido. Quizás sea por eso que sus mejores versiones se dieron en escenarios de pasión desatada. La Bombonera y luego San Paolo. Pese a los esfuerzos, no encajó en el academicismo del Camp Nou.

Debutó en primera división en su país con 15 años en las filas de Argentinos Juniors. Solo jugó una temporada en Boca -se proclamó, claro, campeón- antes de aterrizar en la Barcelona del año 1982. Una década donde la cocaína y la heroína hacían estragos entre la sociedad española. El propio Diego reconoció que en la capital catalana fue donde comenzó su relación con las drogas. Pocas cosas buenas le dio España. Una Copa del Rey que no compensó los estragos que Goikoetxea le provocó en su pierna izquierda.

Malvendido al Nápoles para recuperar la inversión hecha dos años antes, Maradona cayó de pie en Italia, dando su mejor fútbol. El mejor fútbol. De aquellos años, dos Ligas, una Copa, una Uefa y una Supercopa en Italia. También una exhibición mundial televisada desde México con la camiseta de Argentina.

Levantó, como capitán, el título, pero en otra trama maradoniana la final del Mundial era un episodio de relleno. El cénit narrativo de un país que lo ha ganado todo sigue siendo un partido de cuartos de final. Argentina contra Inglaterra. La mano de dios y el gol del siglo concentrados en 90 minutos. En 167 centímetros.

Pero su beatificación en San Paolo no significaba misericordia. Ni para sus fieles ni para él mismo. Cuatro años después de México, en las semifinales del Mundial de Italia 1990, la Argentina de Maradona eliminó al combinado local en el mismísimo Nápoles en los penaltis. En la final de Roma, contra Alemania, con el tobillo destrozado, Maradona bajó a los infiernos.

La rabia de Diego

Antes del pitido inicial, alemanes e italianos hacían entente para pitar al Pelusa. Ajusticiados los primeros cuatro años antes en México, ajusticiados los segundos cinco días antes en Nápoles, Diego fue declarado persona non grata en el estadio Olímpico cuando durante el himno argentino la cámara se paró en él. Con la cara llena de rabia, apretando los puños, el capitán gritaba «hijos de puta» desde el campo en la que es una de las cientos de imágenes icónicas que deja en sucesión el 10. Diego perdió aquel partido, el Mundial y ocho meses más tarde dio positivo por cocaína después de un partido contra el Bari en la Serie A. Una sanción de 15 meses acabó con su tarantela de acordes alegres.

Con el pasaporte manchado, se fue a Sevilla. Una temporada a orillas del Nervión antes de regresar a su país, a Newell's, donde no anotó ni un solo gol. En el cadalso de su carrera, renació para salvar a su selección. La albiceleste como salvavidas. Fuera de forma, lideró a un grupo que venía de ser humillado por Colombia en la repesca para el Mundial del 94.

Maradona dio el pase del gol que selló el pase a Estados Unidos. Ya en la cita mundialista, marcó un gol -un golazo- a Grecia en el primer partido del grupo y fue titular en el segundo triunfo ante Nigeria. Maradona era feliz cuando la televisión mostró a una mujer vestida de blanco que lo conducía hasta los vestuarios para pasar un control antidopaje.

Fue el fin. «Lo único que quiero que quede claro a los argentinos. Que yo me drogué, que no corrí por la droga, corrí por el corazón y la camiseta», dijo tras su nueva sanción. Tras el fin, hubo un epílogo de dos años en Boca. Una prórroga de fútbol lento que en Argentina no desprecian, por ser el tiempo del relevo xeneize sobre los hombros de Riquelme.

Tormenta fuera del campo

Después de su retiro, Maradona fue, sobre todo, titulares de prensa: operaciones, polémicas, peleas, amistades, opiniones políticas, adicciones y rehabilitaciones, bailes, machismo, riñas domésticas, rezos, televisión. Lo probó casi todo. También los banquillos, sin demasiado éxito. Ni siquiera la selección le sirvió de desahogo en el 2010, y su combinado, encabezado por Messi, se fue a casa eliminado en cuartos. Cayó ante Alemania.

«Yo traté de ser feliz jugando al fútbol y hacerlos felices a todos ustedes. Creo que lo logré. Esto es demasiado para una persona, demasiado para un jugador del fútbol. Esperé tanto este partido y ya se terminó. Ojalá no se termine nunca este amor que siento por el fútbol y que no termine nunca el amor que me tienen», decía Diego Armando Maradona en aquel adiós oficial al fútbol en el 2001 en la Bombonera. Palabras que resuenan como epitafio. Mito, folklore y tradición oral televisada de los que le han visto gambetear. Pese a todo lo demás.