Así vive un joven asturiano las protestas en un Chile que despierta

PABLO CUETO PARCERO SANTIAGO DE CHILE

EMIGRACIÓN

Pablo Cueto, estudiante de intercambio en Santiago, se ha convertido en un testigo de excepción

04 nov 2019 . Actualizado a las 17:27 h.

De la noche a la mañana las bocas de metro ardieron. El fuego impetuoso del suburbano salpicó también a los autobuses y encontró cabida en alguna que otra barricada. Pero, ¿solo esos acontecimientos reflejan la realidad de Chile? La respuesta es clara, no.

Hay un dicho muy empleado en el país de Víctor Jara y Violeta Parra, que dice: «de Arica a Magallanes». Hace referencia a las dos regiones más distantes del país. Pues bien, las protestas que comenzaron la semana pasada en la nación andina llegaron a cada una de las dieciséis regiones. Fue de repente, cuando una oleada de movilizaciones inundó las calles y Chile se paralizó. 

El sábado 19 de octubre, Sebastián Piñera, el presidente chileno, declaró el estado de emergencia, medida sucedida por los toques de queda que se repitieron durante siete largos días, una norma que no se adoptaba desde la dictadura de Augusto Pinochet y que a muchos de los ciudadanos chilenos alarmó al ver que iba unido a una fuerte presencia militar en las calles.

Los tanques circularon por alguna de las principales calles de la capital sudamericana y era habitual ver a los «milicos», como denominan coloquialmente a los militares, resguardando algunos supermercados y gasolineras. Algo que no se sabía muy bien si aportaba seguridad o intranquilidad a la población, pues se sentía bastante temor ante la incertidumbre de lo que pudiera ocurrir. La zona central de la ciudad se encontraba asfixiada por el horrible gas de las bombas lacrimógenas que tiraba la policía y el humo de las barricadas.

Así pues, contaré grosso modo cómo vivo esta «revolución histórica» desde la perspectiva de un estudiante asturiano de intercambio en Santiago. Comenzaré por el jueves 17, día de la semana en el que asisto -desde agosto- a una asignatura sobre televisión.

Todo transcurría de una forma corriente, aunque no anodina. En Sudamérica pocas cosas se convierten en anodinas para un europeo. Salí de la clase y me dirigí a la que está siendo mi casa este tiempo, en la comuna de Providencia, al nordeste de la ciudad. Para llegar, caminé unos cinco minutos y entré a la boca de metro, dejando atrás el puesto de Rosanna, una mujer de origen venezolano que emigró a Chile en busca de un futuro más próspero que en su país y ahora vende barquillos rellenos de manjar -así es como llaman al dulce de leche aquí- en la entrada del suburbano santiaguino.

Llegué a casa y vi por televisión que habían convocado alguna movilización por el aumento en el precio del billete de metro: un alza de 30 pesos -unos 4 céntimos de euro-. He de confesar que no le di mucha importancia y seguí con mis quehaceres, ya saben, esas preocupaciones tan intranscendentes de un «erasmus» como hacer la colada o decidir si ver un capítulo de Years and years o leer unas páginas de Largo pétalo de mar.

El viernes, cuál fue mi sorpresa cuando comenzaron las acciones más duras y violentas. En tan solo una tarde, varias bocas de metro fueron incendiadas junto con varios autobuses e incluso parte del edificio que alberga la sede de la principal empresa de electricidad de Santiago. También se producían saqueos en comercios, supermercados y farmacias. La situación y las protestas cobraban más relevancia y ocupaban el espacio de todas las televisiones del país durante largas jornadas. Tras estos acontecimientos, llegó la comparecencia del presidente Piñera ante los medios de comunicación, la declaración de estado de emergencia, la presencia del ejército en las calles y los sucesivos toques de queda durante gran parte del día.

Siendo sincero, se contraponían dos sensaciones en mi casa: si poníamos la televisión sentíamos inseguridad y un poco de temor ante la incertidumbre de lo que pasaría, pero, si salíamos a dar un paseo por el barrio sentíamos tranquilidad, porque todo seguía igual, salvo el ambiente sonoro, pues eran muchas las casas de las que salía un particular hilo musical: el ruido sincronizado de los cacerolazos, mostrando así su solidaridad con las protestas sociales.

Durante este tiempo de reivindicaciones, pude experimentar de primera mano cómo los supermercados y farmacias cerraron al público durante varios días, causando un importante perjuicio a las familias. Pues, se imaginarán el pánico de una población como la de Santiago, a que su despensa quede desabastecida. Ahora que abrieron, lo hacen con largas colas. A esto se suma la inoperatividad de la mayor parte de la red de metro y los ajustes y retrasos en los servicios de autobuses urbanos. Asimismo, las clases quedaron suspendidas durante todo este tiempo.

Escribo en pasado porque parece que lo más violento ya pasó, o eso creo. Ya no hay toques de queda, tampoco estado de emergencia y las universidades anuncian, con vacilación, el reinicio de la actividad docente. 

No todo es negativo. De hecho, considero un auténtico privilegio poder vivir esta etapa histórica de los chilenos y chilenas -según las palabras de ellos mismos-. Ver cómo las calles se llenan de manifestaciones, en su mayoría pacíficas, y cómo personas de todas las edades, familias completas, estudiantes, trabajadores, jubilados… Salen a la calle para protestar contra un modelo que consideran injusto e ineficiente: la educación, la sanidad, el salario mínimo, las pensiones, los casos de corrupción y -en definitiva- el modelo económico neoliberal implementado desde la dictadura y continuado por los diferentes gobiernos hasta la fecha, están en el punto de mira. Mas lo más importante que se pone de manifiesto en las calles: una nueva constitución, con este objetivo se están organizando asambleas en las diferentes comunas de la ciudad. La gente quiere cambios, así lo demostró el pasado viernes la marcha que reunió más de un millón de personas en los alrededores de la Plaza Italia, epicentro de las protestas estos días donde se alternan la música, los bailes y otras expresiones artísticas.

Suelen decir que las comparaciones son odiosas, pero si cotejamos el movimiento social que se está produciendo en Chile con alguno que se haya producido en España durante este último tiempo, podríamos determinar que tiene alguna relación con el 15-M, pues ambos poseen un punto en común: el hartazgo de un pueblo con la política y el sistema.