«Es un espacio extraordinario y sorprendente», dijo al visitar por primera vez en 1987 el cerro de Santa Catalina, tras tiempo buscando en la costa europea dónde ubicar una escultura que cumple 30 años escuchando al Cantábrico

El escultor vasco Eduardo Chillida (1924-2002) llevaba tiempo buscando un lugar en la costa para su Elogio del horizonte. La idea de ubicar una escultura al lado del mar le había surgido en torno a 1985. No era la única escultura que ideó antes de encontrar una ubicación concreta y, de hecho, había recorrido la costa europea en esa búsqueda. Le llamaron la atención algunos emplazamientos, por ejemplo en la Bretaña francesa e incluso en los Monegros pese a que el horizonte no fuera el mar, y su búsqueda cesó cuando se encontró con Gijón.

O mejor dicho, cuando le presentaron Gijón como posible ubicación en 1986. La propuesta, como se explica en la exposición Elogio del horizonte, mirando al futuro que estos días puede verse en el cerro de Santa Catalina, se le hizo llegar al considerarse que el nuevo parque en que se iba a transformar L’Atalaya de Gijón necesitaba de un elemento escultórico destacado. El parque en cuestión es el actual cerro de Santa Catalina, que entonces se conocía como L’Atalaya y disponía de más de 60.000 metros cuadrados que habían estado restringidos a la ciudadanía por su uso militar desde finales del siglo XIX.

«Su recuperación como espacio público comenzó a ser una demanda recurrente desde principios del siglo XX», se explica en la exposición, comisariada por Héctor Blanco y Luis Miguel Piñera, que muestra el proceso de construcción del Elogio y el trasfondo social del Gijón de entonces. En 1982, el Ayuntamiento de Gijón conseguía recuperar los terrenos del cerro, por los que se pagó 25 millones de pesetas al Ministerio de Defensa. Y, como se remarca en la exposición, «ese día comenzó la historia del Elogio».

En 1987, a Chillida le concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, justo cuando las obras de construcción del nuevo parque público del cerro de Santa Catalina, bajo proyecto de los arquitectos José Luis Martín y Francisco Pol, estaban en proceso. Contaba el arquitecto Vicente Díez Faixat en una entrevista con La Voz que a Chillida, a quien Pol ya le había hecho llegar la pospuesta de ubicar su Elogio en el cerro, el alcalde de Gijón entonces, Vicente Alvarez Areces, se lo planteó de nuevo con éxito.

El escultor vasco visitó por primera vez Gijón el 28 de octubre de 1987. Fue hasta el cerro y se quedó impresionado. Le pareció «un espacio extraordinario y sorprendente». Era el lugar que estaba buscando para rendir homenaje a ese horizonte que, según sus palabras y su forma de ver lo que le rodeaba, «es la patria de todos los hombres».

Se dio la conjunción perfecta. El nuevo parque necesitaba un hito escultórico y Chillida ponía fin a su búsqueda de un emplazamiento -«es un milagro que se conserve algo tan natural en un lugar como este», llegó a decir del cerro- para un Elogio del horizonte que cumple ya 30 años mirando al mar Cantábrico desde la atalaya gijonesa.

El Elogio del horizonte está considerada como una de las grandes obras de Chillida, que tiene casi medio centenar de esculturas públicas instaladas en todo el mundo y entre las que también destacan el Peine del Viento XV de los acantilados de San Sebastián o Berlín, otra monumental pieza con la que homenajeó la reunificación de las dos Alemanias y que es un emblema en la capital del país germano. Como el Elogio acabó siéndolo para Gijón, convirtiéndose en estas tres décadas en todo un símbolo de la ciudad.

La compleja construcción

Para Chillida, aparte de culminar sus esculturas en hormigón, fue uno de sus proyectos más ambiciosos por lo compleja y precisa que tuvo que ser su construcción. Eligió hormigón porque le permitía conseguir el tamaño que había pensado para la escultura. Inmensa con sus 10 metros de altura, 15,5 metros de largo, 12,5 metros de ancho y 1,40 metros de grosor. Además, sus tres voladizos se sitúan a ocho metros de altura y miden dos metros.

Uno de los paneles de la exposición del cerro recuerda que, en su construcción, se emplearon 200 metros cúbicos de hormigón y que hizo falta que la cimentación se realizara mediante un pilotaje que llegó a los 20 metros de profundidad para sostener las 500 toneladas que pesa el Elogio.

Primero se hizo un modelo a escala natural en poliexpán, realizado por el escultor Jesús Aledo en Hernani, y, a partir de él, se pudo llevar a cabo la preparación del encofrado en madera -de pino, para salvar las humedades del cerro- del que se encargó el equipo de carpinteros de la ebanistería Bereciartúa. En el encofrado, que tuvo que dar forma a las complicadas curvaturas de la escultura, se emplearon miles de tablillas y decenas de miles de tornillos. El ingeniero civil José Antonio Fernández Ordóñez, que se encargó de calcular qué hacía falta para que la escultura fuese una realidad, utilizó más de veinte mezclas para dar con la dosificación perfecta del hormigón.

A finales del verano de 1989 comienza la obra en el cerro y, el 30 de octubre, queda terminada. A falta de «la pátina que debían aportar el mar, el viento y el paso del tiempo -explica Héctor Blanco en los textos de la exposición-. Y aquí lleva el Elogio tres décadas, ya con su pátina, varado al borde del abismo, convertido en un tótem moderno que ha logrado erigirse en símbolo de Gijón y cuya aportación más singular es que, en su interior, podemos escuchar amplificado al Cantábrico, como si quisiera revelarnos sus secretos». No fue algo buscado, puesto que al propio Chillida le sorprendió escuchar el sonido del mar gracias a la disposición de la escultura.

Criticada primero, aceptada como seña de identidad después

También, seguro, que le sorprendió la contestación que tuvo su obra antaño, pero lo cierto es que históricamente siempre ha pasado con los grandes proyectos en la ciudad. A veces con acierto y a veces sin acierto. De aquélla, en los tiempos de la mal llamada reconversión industrial, molestó que costase casi 100 millones de pesetas sufragados, en buena parte, por empresas privadas.

Se consideró un despilfarro. Chillida cobró por ella un 5% de esos 100 millones de pesetas. «Soy responsable, en todo caso, de que el coste final se haya elevado algo más de lo necesario, por haber sido yo quien decidió que se instalara en ese promontorio natural, lo que ha supuesto tener que profundizar más de 20 metros para encontrar roca sobre la que cimentar la escultura», dijo el día de la inauguración, el 9 de junio de 1990.

«Es una obra abierta, cuyo verdadero significado le será dado por el tiempo y por la gente», decía también, con acierto, aquel día en el que los ánimos estaban realmente caldeados. Pero el tiempo fue pasando y las críticas, que se mantuvieron durante años, se fueron disipando y, sí, el Elogio no sólo ha adquirido la pátina que deseaba el escultor…