La futbolización de la política

OPINIÓN

21 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Es habitual desde hace ya unos años escuchar, a personajes públicos y opinadores, aquello de que el fútbol no se debe politizar. Yo, por el contrario, no veo peligro alguno en ello. El verdadero riesgo no es la politización del fútbol sino la futbolización de la política. El hooliganismo trasciende el ámbito de la grada del estadio y se ha instalado en las instituciones públicas, aquellas que tienen la obligación de garantizar la convivencia de todos los ciudadanos más allá de los colores de cada cual.

La prohibición de introducir banderas esteladas en la final de la Copa del Rey, finalmente revocada por un juzgado madrileño, respondía no a la lógica de la politización del fútbol sino a la de la futbolización de la política. Se trataba de una medida que, además de atentar contra un derecho tan fundamental como la libertad de expresión, alimentaba a partes iguales la catalanofobia y la hispanofobia, apelando a los sentimientos más primarios de los ciudadanos. La prohibición generaba un conflicto allá donde no existía, buscando únicamente agraviar al aficionado del equipo político rival y alimentando precisamente aquello que decía combatir: el secesionismo catalán. La decisión de la Delegada del Gobierno en Madrid, a pesar de haber sido revocada, ha disparado el anhelo independentista en Cataluña, ese que hace tan solo una semana estaba instalado en una curva ligeramente descendente. Mientras los presidentes de España y Cataluña habían hecho un esfuerzo por reunirse y recuperar la normalidad institucional, la señora Dancausa ha boicoteado cualquier posibilidad de diálogo. Fíjense si la medida sería imprudente que el propio García Albiol, representante de la derecha más ultra del Partido Popular, se había desmarcado de ella.

No sólo es que la prohibición hubiera podido provocar aquellos problemas de seguridad ciudadana que decía querer prevenir sino que además resultaba absurda por poco eficaz. Ni el más exhaustivo de los cacheos a los cincuenta mil asistentes al partido habría evitado que se colaran esteladas en las gradas. De manera que la decisión no tenía nada que ver con el evento sino con lo que sucede en el exterior del estadio. Se trataba de incendiar el ambiente preelectoral blandiendo la bandera de la españolidad más casposa y autoritaria. Y en parte lo ha conseguido.

Uno no decide ser catalán, asturiano o español. No existe una reflexión personal que conduzca a la adopción de una identidad nacional determinada. No nos pensamos de tal o cual lugar sino que no sentimos de él. Se trata de un fenómeno prerracional, que si bien se puede intelectualizar a posteriori, es siempre producto de las emociones, de aquello que nos eriza el vello cuando escuchamos un himno o miramos una bandera. Y las emociones, ya se sabe, se activan a través de la parte simbólica de nuestro cerebro. Por eso la política de gestos, en un contexto de conflicto identitario, es tan importante. Y prohibir el uso de una bandera tan popular en Cataluña como la estelada dañaba el más elemental sentimiento identitario de miles de ciudadanos.

El ejercicio de irresponsabilidad de la señora Dancausa no ha sido anecdótico. Ha proporcionado un nuevo argumento a los independentistas para certificar el desprecio de España hacia todo aquello que huela a catalán. Un desprecio que, no por sobredimensionado, deja de ser real. Se trata, no obstante, de un fenómeno de ida y vuelta, puesto que también en Cataluña lo español es despreciado, asociándolo siempre a la derecha más rancia y autoritaria, como si no se pudiera sentir uno español y defender a la vez una España diversa y democrática. Pero en ambos lados se toma el todo por la parte, de manera que se habla de Cataluña y de España para hacer referencia exclusivamente a un sector, el más beligerante eso sí, de sus sociedades.

Si la convivencia en una sociedad plural se construye y no surge de la nada, el conflicto y la secesión también. Y una parte importante de la clase política española y catalana ha hecho todo lo posible por alimentar la secesión emocional de ambas sociedades. La decisión de Dancausa se enmarca en esa lógica y pretendía utilizar la maquinaria del Estado para poner en marcha una de las tácticas más viejas del hooliganismo político: la de apagar incendios con gasolina. Felizmente al final se ha impuesto la cordura.