Política ficción y populismo

OPINIÓN

23 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Por lo general, cualquier forma de convivencia (ya sea democrática, dictatorial o teocrática) necesita contar con una serie de mecanismos generadores de cohesión y de unidad. Muchos de estos mecanismos, si no todos, son invenciones o, al menos, construcciones que no tienen demasiado de realidad objetiva. No obstante, su función unificadora está por encima de su carácter real o imaginado; hasta tal punto que si buscásemos la verdadera realización de estos principios, con toda seguridad, llegaríamos al enfrentamiento diario ante la búsqueda de nuevas formas de convivencia.

Nuestras democracias también se apoyan en estas ficciones, factor que el populismo suele utilizar como mecanismo generador de atracción social. No obstante, estas ficciones deben salvaguardarse ante peligros aún mayores. Las ficciones que nuestra Democracia deber salvaguardar son cinco: el pacto social, la soberanía, la igualdad, el estado de bienestar y el binomio nación/ciudadanía. Existen muchas otras pero se pueden considerar una fotografía de lo que se pretende mostrar. Para tratar de demostrar que estos mitos son poco reales, el artículo utiliza cinco grandes líneas argumentales que podemos resumir, de un modo sucinto, en estas pinceladas:

-Todo sistema social se apoya en mentiras.

-Estos mitos tienen una clara función cohesionadora y permite la convivencia.

-Estas metáforas se cosifican en realidades palpables que las hacen más creíbles.

-El peligro del populismo que sobrevuela estas metáforas unificadoras

-El verdadero riesgo reside convertir ficciones en realidades.

Desarrollando brevemente esta sucesiva línea argumental, debemos advertir que la Democracia, como cualquier otro modelo social, exige un conjunto de ficciones didácticas, mentiras al fin y al cabo, sean estas materiales o postmateriales, que sustentan dicho modelo. Nuestra Carta Magna nos recuerda que ?La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado?, realidad más que discutible, más allá de una ficción que sustenta el papel y que ni siquiera puede decirse, creo que todos estaremos de acuerdo, de la propia nación. La soberanía, como veremos, implica autonomía e independencia, supuesto que hoy en día ninguna nación puede decir que posea plenamente. Ninguna, como es cada vez más evidente en un mundo globalizado repleto de asuntos inasumibles por una única agencia nacional.

En todo caso, lejos de ser baladíes, estas ?realidades poco reales? cumplen una función social y política esencial en Democracia: nos hacen sentir partícipes de un determinado grupo social y generan mecanismos de convivencia pacificados y responsables. Efectivamente, en nuestros modelos políticos, sentirnos iguales e, incluso, contar con mecanismo niveladores de igualdad, como es el Estado de Bienestar, se convierte en un ingrediente armonizador de primer orden.

Como cualquier otro tipo de metáfora debe contar con alguna forma de ?solidificación? que permita a los ?creyentes? identificarse materialmente con estas ideas. La cosificación de estas ideas abstractas facilita el entendimiento y transforman la idea inmaterial en realidades palpables y accesibles de un modo físico. En la religión cristiana, el Cuerpo de Cristo y su Sangre, se encuentra materializada en el pan y el vino, en la ?religión? de las Democracias, la Nación se encuentra identificada materialmente con una bandera y un himno, por poner solo dos ejemplos. De hecho, la ausencia de letra en el himno nacional de España ha sido, es y será, un tema controvertido por un motivo a veces oculto, que no es otro que la abstracción que un himno sin letra le otorga a una idea de la misma naturaleza, como es la Nación.

En este sentido, el populismo, en todas las épocas y lugares, tiene el terreno abonado para llegar o para tratar de alcanzar el poder asumiendo que el pueblo, la nación, el país o la ciudadanía (virtuosa y pura siempre) ha sido engañada y despojada del lugar que debe ocupar. Para tratar de persuadir a los que dice representar, el populismo pretende convencernos de que todo aquello que es una ficción puede convertirlo en realidad. Este populismo, tan de actualidad, no debe entenderse como un fenómeno nuevo, pues siempre nos ha acompañado.

Por lo que se refiere al último razonamiento, el tratar de transformar en realidades palpables este tipo de mitos se convierte en el mayor de los peligros para nuestras Democracias. Vemos que el amanecer de los populismos coincide con períodos de desencanto y desafección hacia la Política, hacia los políticos y, en última instancia, hacia todo lo que nos es común. Por este motivo, somos permeables ante discursos que apelan a nuestras emociones y que sólo destacan aquellos aspectos que funcionan mal en nuestras sociedades. No nos equivoquemos, nuestro deber como copartícipes de la Res-Pública es denunciar, perseguir y acabar (políticamente) con cualquier aspecto o persona que desvirtúen la Democracia. No obstante, flaco favor le haremos si ante el cabreo generalizado y lógico, por otro lado, nos dejamos abrazar por discursos que nos prometan acabar con todo, darlo todo por nosotros y (¡peligro!) materializar aquellas abstracciones que nunca deben dejar de serlo.

Existen una serie de factores que suelen favorecer la gestación y el auge de estos movimientos mesiánicos. Sin afán de abarcarlos todos, debemos señalar que: la sensación de vivir en realidades distintas, compartida por gran parte de la sociedad en relación a la clase política; unida a la corrupción y a la situación privilegiada que poseen algunos de ellos (idea de desigualdad) hacen más sugerentes los discursos de esta índole. Por otro lado, el acceso al voto y a mayor información informal, vía TIC´s, de jóvenes sobradamente preparados (situación que no la proporciona exclusivamente los niveles educativos de la enseñanza superior), que no han vivido otras formas de política (por suerte), facilitan la búsqueda de la materialización rápida e inminente de alguna de estas promesas.

Otro factor fundamental que favorece este fenómeno, cercano pero no coincidente a la corrupción, es el relativo al mal funcionamiento del aparato público, en cualquier nivel de poder. Los retrasos casi eternos de la administración de justicia, la dificultad para iniciar una actividad empresarial, la excesiva burocratización de los asuntos públicos (el vuelva usted mañana, todavía es un hecho), políticos sin experiencia en los asuntos públicos (amparados por sus años de militancia y poco más) o la excesiva normativización de la vida (normas y más normas, incluso contradictorias, que dificultan cualquier acción) son fenómenos que nos llevan a sentirnos cobayas en una jaula (de hierro, parafraseando al traductor de Webber) en la que nosotros no decidimos cuándo gira la rueda.

Por si fuera poco, la sensación de inseguridad personal (es curioso cómo los estudios consideran a España un país con altos estándares de seguridad, mientras que la sensación no coincide con los datos) y de desamparo social (elevadas tasas de desempleo, aumento de los hogares con todos sus miembros en paro, recorte de prestaciones y finalización de coberturas o precariedad entre la capas sociales hiperformadas) hacen muy porosa a la sociedad ante discursos que nos prometen resolver todos los problemas, volviendo a reconquistar todas la virtudes del pueblo.

Como digo la lista podría ser mucho más amplia pero, por mencionar una más, el fenómeno de la globalización ha llevado a relativizar aspectos que en el pasado eran casi sagrados, como el de la soberanía nacional. El Estado, que nos ampara y que da sentido a la Democracia, ya no es el único actor, ni el más adecuado para solucionar problemas que a todos nos afectan. Este fenómeno, aprehensible por cualquiera con acceso a internet, sitúan a algunos de estos países en el furgón de cola del resto de democracias (las comparaciones son odiosas, pero imposibles de evitar) lo que genera una peligrosa ensoñación con tiempos pasados (que por cierto, no dejan de ser otra ficción).

Estos argumentos son válidos para el populismo de cualquier época, incluso en períodos no democráticos, pero, como vemos, buena parte de los políticos en democracias consolidadas tintan sus discursos de un mayor o menor velado populismo. En cualquier caso, este populismo que apela al cambio radical, a la salvación de la nación y a la defensa de los más necesitados, ha adquirido en las últimas décadas nuevos bríos por medio de novedosas fórmulas. Lo que algunos han llamado el neopopulismo suele (aunque no es una fórmula matemática) estar representado por jóvenes, de clase media venida a menos, con una amplia formación universitaria y extremadamente elocuentes. Poseen experiencia política o profesional en el exterior por lo que nos dirán que pueden implementar recetas que en otros países han funcionado. Manejan las redes sociales y poseen un conocimiento abrumador del márketing político y de los medios de comunicación. Llegando así a un gran número de personas se alejan de instituciones como las sindicales (generando la sensación de ruptura con el pasado), prometen un verdadero Estado de bienestar, una igualdad real, un protagonismo del Estado en el exterior y su correspondiente independencia económica (nada de imposiciones de organizaciones internacionales), devolviendo al pueblo lo que es del pueblo y situando al ciudadano en el lugar que merece y que ya no ocupa.

Seguro que todo esto nos suena: las promesas, los compromisos, las garantías y, también, todos los peligros que llevan aparejados cuando se nos asegura que se harán reales.