31 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

A falta de propuestas concretas que puedan ilusionar a los electores y mientras llueven procesamientos, fianzas y revelaciones sobre los casos de corrupción, PP, Ciudadanos y PSOE han decidido, con el apoyo incondicional de los medios conservadores, situar a Venezuela como asunto fundamental de la nueva fase de la campaña electoral permanente que sufrimos desde hace más de un año. Es cierto que el país caribeño nos resulta muy próximo, no solo por razones históricas o culturales, sino, sobre todo, por el importante número de españoles que allí viven y el de venezolanos que lo hacen en España, pero sorprendería a cualquier observador no iniciado que sus problemas preocupen más a nuestros políticos que los más cercanos y amenazadores conflictos de Libia y Siria o la crisis de los refugiados, por no mencionar la posible salida del Reino Unido de la Unión Europea. A nadie se le oculta que el objetivo es atizar a Unidos Podemos en la cabeza del señor Maduro y, de paso, desviar la atención de la corrupción, el déficit, el paro y la pobreza.

Como es habitual, el debate se nutre de titulares que pueden servir como armas arrojadizas. Con la afición a la hipérbole que ha arraigado entre nosotros, desde la llegada de Hugo Chávez al poder Venezuela es una dictadura. Poco importa que hubiese ganado cuatro elecciones presidenciales con amplias mayorías, que existiese libertad de partidos políticos o de expresión y manifestación. Es comprensible que su política disgustase a quienes tenían intereses en el país y a los defensores del neoliberalismo económico, también que su verborrea y aspavientos y la escasa solidez de su sincretismo ideológico movieran a muchos, entre los que me incluyo, a la desconfianza en la revolución bolivariana, pero eso no lo convertía en un dictador. Lo interesante hubiera sido preguntarse por qué tenía tanto apoyo popular, a qué se debió el descrédito de los viejos partidos sumidos en la corrupción y que no habían aprovechado la enorme riqueza petrolera para impulsar el desarrollo y disminuir las desigualdades sociales y la miseria.

Su muerte se produjo en plena crisis económica mundial y su sucesor, carente del carisma y de la inteligencia política de Chávez, fue incapaz de afrontar la caída del precio del petróleo. Entonces se pusieron de manifiesto las carencias del chavismo, que había sido incapaz de promover el crecimiento de la agricultura y la industria, incluso de modernizar la petrolera, y de aprovechar la bonanza para construir las infraestructuras que necesitaba el país. Maduro perdió rápidamente apoyo popular y cayó claramente en un autoritarismo del que ya había dado muestras Chávez, pero que ha llevado mucho más lejos. A pesar de todo, Venezuela no es Guinea Ecuatorial o Arabia Saudita.

Quienes sufrimos una dictadura, entre ellos todavía importantes dirigentes políticos en activo, sabemos que en ellas no hay más partido político que el que gobierna o, como mucho, alguno creado para maquillar el sistema, como sucedía en varías de América Latina o en las llamadas democracias populares. Las manifestaciones están prohibidas, la prensa censurada y, si algún político extranjero acude a apoyar a la oposición clandestina, es expulsado de inmediato y sus interlocutores encarcelados. Los presos políticos no son unas decenas, sino cientos o millares; la tortura e incluso el asesinato, práctica habitual. Resulta curioso que España se haya olvidado tan pronto de lo que es una dictadura, también es verdad que no todos la vivimos de la misma forma.

Que Venezuela no sea una dictadura -¡ni siquiera hay paz y orden!, ya lo ha dicho el señor Rivera-, no quiere decir que no merezcan apoyo Leopoldo López, encarcelado, y los opositores que están bajo arresto domiciliario, especialmente cuando hay razones sólidas para dudar de la independencia de la justicia. También es razonable que se hagan todos los esfuerzos posibles para evitar un enfrentamiento civil, pero ¿es Venezuela el paradigma de la tiranía y de la violación de los derechos humanos en el mundo?

En este extraño debate escuché sorprendido al señor Vestrynge, en la Sexta, sostener el principio de no injerencia para criticar la visita de Albert Rivera al país y las peticiones de libertad para los opositores presos. Él también conoció la dictadura de Franco y debería saber lo que agradecíamos las muestras de solidaridad del extranjero. Si recordase a Julián Grimau, la represión de las huelgas mineras, el proceso de Burgos o los consejos de guerra de 1974 y 1975 sabría lo importante que era que el papa, jefes de estado o líderes políticos pidiesen el indulto para los condenados a muerte o censurasen la represión, que se manifestasen miles de personas en todo el mundo en solidaridad con España. Lo malo es que él, como tantos otros, lo vivió desde el otro lado, desde el que se indignaba con las «injerencias». Se puede criticar al señor Rivera por oportunista, pero no por defender la libertad en otro país y menos desde la izquierda.

Lo que está detrás de la moda venezolana es la vinculación de varios de los actuales dirigentes de Podemos con el gobierno de Chávez, algo que en sí mismo no es censurable e incluso resulta comprensible entre jóvenes de izquierda. Tampoco lo es que formasen parte de una fundación subvencionada por él. Otra cosa, que nunca se ha probado, es que hubiesen cobrado cantidades que no declararon a Hacienda, o que ese dinero haya servido para financiar la creación de un partido que entonces no existía.

En cuanto al aspecto ideológico, el programa de Unidos Podemos no plantea en absoluto establecer en España un sistema similar al de Venezuela. Es comprensible que sus adversarios quieran que se vea así y probablemente ellos podrían argumentar mejor su posición sobre ese país, pero no olvidemos que fue la señora de Cospedal la que hermanó al PP con el Partido Comunista Chino, muy respetuoso con los derechos humanos y, como todo el mundo sabe, votado en unas elecciones libres.