Las encrucijadas del empleo

OPINIÓN

03 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Si miramos más allá de las estadísticas del empleo y del desempleo que cada cierto tiempo publica en España el INE y que nos colocan en una situación nada envidiable en el conjunto de la Unión Europea, aparecen en el horizonte tendencias que suponen todo un reto para la estabilidad y el progreso de nuestras sociedades. Tienen que ver con aspectos que se entremezclan de formas a menudo potencialmente contradictorias entre sí, como las características de un crecimiento económico mucho más modesto en términos comparativos, el propio cuestionamiento de ese crecimiento ilimitado en el entorno de recursos materiales finitos  o la relación todavía incierta entre avances tecnológicos y empleos.

Recientemente destacados economistas han llamado la atención acerca de las tendencias observadas en las estadísticas económicas que miden el crecimiento acuñando la expresión «estancamiento secular» para referirse a una nueva realidad caracterizada por reducidos porcentajes de crecimiento económico y analizando las causas que sostendrían en el tiempo una tendencia con efectos negativos sobre la creación de empleo. Este planteamiento tiene su epicentro en los Estados Unidos pero es difícil pensar que la Unión Europea quedaría inmune en caso de que esa tendencia se consolidara.

La cuestión de los límites al crecimiento basados en un uso creciente de recursos materiales finitos tiene suficiente enjundia para dedicarle una atención específica que no voy a hacer ahora aunque el destacado economista británico Nicholas Stern, autor de un informe sobre el cambio climático encargado por el gobierno de su país haya declarado que, en ese tema, nos encontramos ante un fallo de mercado de dimensiones colosales.

La relación entre los avances tecnológicos y el empleo está últimamente escalando puestos en la atención de nuestras sociedades y en la última edición del famoso Foro de Davos ocupó buena parte de los debates a raíz del libro presentado por su director en el que se hablaba de la cuarta revolución industrial, que, junto con la automatización o la robotización son los términos mas usuales para referirse a la tendencia creciente por la que las máquinas sustituyen al trabajo humano. Desde los inicios de la revolución industrial existen tensiones entre la introducción de tecnologías ahorradoras de empleo y los trabajadores afectados por ellas que da lugar a lo que se ha denominado «la ansiedad de la automatización». Cada nueva fase de intensificación de esta tendencia reaparecen con fuerza los debates que, desde distintas posiciones, analizan este fenómeno y ponen el acento en alguna de sus múltiples implicaciones: fin del trabajo, reino de la abundancia, desigualdades crecientes entre capital y trabajo? Así que, ¿por qué va a ser diferente esta vez?

Situarse en condiciones de afrontar con éxito esta nueva fase desde el punto de vista de garantizar la cohesión social y evitar desigualdades insostenibles no será nada fácil pero sin duda vendrá bien aprender de las experiencias históricas anteriores. Una primera enseñanza que podemos extraer es si la relación entre nuevas tecnologías y empleos es de carácter sustitutivo o complementario. Es decir, si la introducción de las nuevas tecnologías elimina empleos o facilita la aparición de otros nuevos a través de acertadas modificaciones en el sistema educativo. Una experiencia conocida es la que permitió a Estados Unidos convertirse en el primer país que proporcionó una educación secundaria prácticamente universal a sus ciudadanos a lo largo de las cuatro primeras décadas del siglo XX como una respuesta necesaria a una sociedad que se había transformado de agraria en industrial. Es verdad que los ajustes sociales a esas nuevas condiciones económicas y tecnológicas no fueron rápidos ni automáticos ni baratos pero acabaron rindiendo sus frutos en términos de calidad de vida.

Las respuestas sociales a los retos de hoy distan mucho de estar claros empezando por la disputa acerca de la centralidad del trabajo en los procesos emancipatorios que difícilmente ocupará el lugar que tuvo en las doctrinas de la izquierda de los dos siglos pasados. La pluralidad y diversidad de nuestras sociedades permite explorar nuevas fórmulas de supervivencia en las que el trabajo asalariado irá perdiendo importancia en relación a su inmediato pasado. Y aunque todavía no sabemos el recorrido completo  de la nueva oleada de automatización y robotización que ha empezado a expandirse por muchos países, es muy probable que nuestra mejor estrategia siga residiendo en los cambios institucionales y educativos que nos permitan gestionar ese proceso a la vez que defendemos e impulsamos los principios de una sociedad más justa , inclusiva y democrática. Las transformaciones inducidas por los cambios tecnológicos pueden ser de tal calado que la primera obligación de las instituciones será proporcionar un marco de seguridad económica y social a sus ciudadanos y alguna señal de ello vemos cuando el debate de la introducción de una renta básica, antaño recluido en las fronteras de algunas izquierdas, salta ahora esos muros y se expande prácticamente por todo el arco político.

Pero el corazón de una estrategia adaptativa y transformadora ante los cambios en marcha reside en la manera en la que rediseñemos el sistema educativo y formativo de nuestras sociedades. Hasta ahora hemos priorizado las cualidades que la industria taylorizada necesitaba: disciplina, puntualidad, memorización, capacidades cognoscitivas y analíticas para el buen funcionamiento de nuestras grandes fábricas y establecimientos que aprovechaban las economías de escala y se sustentaban en una rígida separación de capital y trabajo. Hoy está a nuestro alcance un sistema productivo más descentralizado y de unidades pequeñas con un uso intensivo de la tecnología y el conocimiento. Ese horizonte, a la vez más eficiente y humano, exige hombres y mujeres a los que el sistema educativo haya dotado de polivalencia, de capacidad de auto-aprendizaje, de adquirir nuevas competencias y más aún, les haya permitido adquirir cualidades como el afecto, la simpatía, la compasión, la capacidad de amar y comunicarse, la sensualidad, las facultades artísticas hasta ahora tan subvaloradas. En definitiva, en una sociedad cada vez más automatizada no tendrá sentido perseverar en una educación fosilizada alrededor de tareas en las que los ordenadores y robots son mucho mejores y si dar prioridad, como pedía ya hace muchos años André Gorz, a «las facultades irreemplazablemente humanas: manuales, artísticas, afectivas, racionales, capacidad de dirigir preguntas inesperadas, de inventar fines originales, de dar sentido, de rechazar la carencia de sentido?».