19 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Nos hemos vuelto adictos a las burbujas. Tuvimos burbuja inmobiliaria, burbuja financiera y burbuja cultural. Tenemos, y tendremos por muchos años, burbuja futbolística. Y en los últimos tiempos nos las hemos arreglado para hinchar una burbuja política que, el día que explote, hará que los hooligans ucranianos parezcan fans de Big Bang Theory. Mientras tanto, nos echamos unas risas, nos insultamos, nos volvemos a reír. No hay bombas. Hay pobreza y hay paro y hay desahucios y hay recortes draconianos de libertades civiles y hay asesinatos de mujeres, pero la agenda política es otra. Es una agenda burbujeante y cañí. Acorde con los dictados del politainment.

El término es relativamente novedoso, pero lo que designa está muy lejos de ser una experiencia exótica. Si desde hace años existe también el infotainment (ese híbrido de información y entretenimiento, tan exitoso en Internet), el politainment no lleva demasiado tiempo entre nosotros, pero nos hemos habituado a él con una velocidad y una fidelidad que para sí quisieran los publicistas de los demás ramos. Y eso que no parecía fácil convertir la política en objeto de consumo: demasiados años instalados en la idea de que la política aburre y solo interesa a los que viven de ella. Pues no: solo era cuestión de generar un elenco de figuras equivalentes a las de la prensa del corazón y, ahora que ésta está de capa caída, ocupar su nicho en el imaginario colectivo. Con ayuda de expertos, sí que se puede. Ahí está Rajoy para demostrarlo: hace diez años, una visita suya a una explotación ganadera habría ido acompañada de un comentario cansino en las noticias; en cambio, la ganadería que Rajoy visitó en Podes esta semana parecía un plató de televisión, con su tarima circular, su copresentadora (Cherines) y su público (las vacas). Los macromítines ya no se llevan, sobre todo porque ya no se llenan. Salvo los de Unidos Podemos, que han sabido adaptarse a la escenografía de los macrofestivales tipo FIB o Primavera Sound, eventos veteranos de la industria del entretenimiento. Y sí, cierto que uno esperaba más programa y menos ñoñería, algo que llegara al cerebro o al estómago y no solo al corazón, el más conformista de todos nuestros músculos, pero también es cierto que el buen rollo llena anfiteatros con más facilidad que el salivazo en la cara.

No se trata de convencer, sino de atraer. No de persuadir, sino de adherir. Y son más adherentes las cursiladas que las macarradas. Desde este punto de vista, podríamos concluir que la campaña de Unidos Podemos es todo un acierto: frente al alarmismo y la agresividad de sus oponentes, la sonrisa y el factor Heidi. El único problema es que no hay forma objetiva de evaluar si una estrategia de comunicación es acertada: ni un aumento ni un descenso de votos podría achacarse a un vídeo electoral o a una entrevista a un candidato. Las únicas herramientas de análisis proceden del interior del código del enterteinment, y por eso no podemos sorprendernos de que las adhesiones y los rechazos se estén manifestando en términos estéticos, pues estos se han convertido en los únicos legítimos. Más allá de los gustos y de la reflexión sobre el gusto (de lo que hay mucho escrito, diga lo que diga el refranero), poco podemos avanzar salvo en el terreno de la conjetura.

Mi conjetura es que, con todos sus fallos y mi propia repulsión estética, la estrategia comunicativa de Unidos Podemos es la correcta. Aunque se pase de rosca: hete ahí la carta de Esperanza, rebosante de merengue. Más me preocupan (y disuaden) los cantos a la patria con su polisón de nardos, pero qué son todas mis objeciones frente a la evidencia de que ese oasis de caramelo líquido está rodeado por un auténtico lodazal salpicado de caspa y gasolina y habitado por sociópatas. A ver quién le hace ascos al azúcar si la alternativa es un café con doble de Jorge Fernández Díaz.