Nos estamos haciendo viejos

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

21 jun 2016 . Actualizado a las 08:54 h.

Nos asustan nuestros hijos. Nos hartamos de proclamar que conforman la generación más preparada y solidaria de la historia, pero lo decimos con la boca pequeña. Nos escamamos cuando se emancipan de la tutela paterna y reclaman el testigo, cuando cuestionan el modelo de sociedad que hemos creado, cuando comienzan a desbaratar -voto en mano- el tinglado de partidos que funcionó durante casi cuatro décadas y buscan alternativas novedosas. Unos más que otros, eso es evidente, pero sufrimos de vértigo. Nos estamos haciendo viejos.

A aquellos jóvenes de greñas escandalosas que desafiamos la ignominia de la pax franquista -unos más que otros, eso también es evidente-, que vivimos los estertores de la dictadura e inventamos el abecé de la democracia, ahora nos acongoja la incertidumbre de un futuro que ya no será el nuestro. Los jóvenes insolentes de antaño arriamos un día la bandera, nos tumbamos plácidamente a la bartola y nos dedicamos a celebrar el éxito de la-generación-que-trajo-la-libertad, hasta que las sacudidas de la crisis económica nos despertó abruptamente de la siesta. Irrumpieron el paro, la pobreza y la desigualdad, y la marea de la indignación comenzó a inundar el país cuando ya habíamos agotado el repertorio de respuestas. A las nuevas utopías emergentes solo pudimos contraponer desgastadas utopías de otra época, fórmulas obsoletas y etiquetas anticuadas. Lo nuevo y lo viejo en su eterna danza dialéctica.

Me inquieta el giro que, según las encuestas, están imprimiendo nuestros hijos a la política española. Pero todavía me inquietan más aquellos que, en defensa del statu quo, vaticinan un sinfín de desgracias si el pueblo otrora soberano no vota a quien debe y se aficiona a los deportes de riesgo. Esos políticos y analistas que apelan al sufragio del miedo, enumeran las plagas que acarrea el avance del populismo y se atribuyen la potestad de juzgar a los ciudadanos, de absolverlos o condenarlos en función de lo que voten. Democracia sí, pero tutelada, advierten, porque esto del voto universal tiene un defectillo: iguala al ignorante y al sabiondo, al discípulo y al maestro, al pobre y al rico, al joven imberbe y al veterano de mil guerras.

Hay veces en que los pueblos, y no hace falta acudir al socorrido ejemplo de Hitler para probarlo, abrazan opciones funestas. Pero hay tres cosas que los profetas de la catástrofe suelen olvidar. Primera: el pueblo tiene derecho a equivocarse. Segunda: más probable es que se equivoque el redentor que la ciudadanía, ya que, como dice Maquiavelo, «la multitud es más sabia y constante que el príncipe». Y tercera: ¿quién puede determinar, al margen de las urnas, dónde reside el acierto y dónde habita el error?

Vox populi, vox dei, dice el adagio latino. Y a él seguimos aferrándonos los viejos demócratas, aunque nos inquiete la incertidumbre y el vértigo, tal vez porque nos estamos haciendo viejos. Unos más que otros, claro, y no hablo exactamente de edad biológica.