La primera vez que voté fue en el referéndum de la OTAN, ese que parece haberse llevado las aguas del olvido. La mayoría de quienes votamos no, lo hacíamos contra la permanencia de España a una alianza militar, pero existía algo, bastante más. Una apuesta por configurar un cambio social, un rechazo a las viejas formas del poder, que no estaban impresas en la papeleta del no, pero lo simbolizaban. Además porque ese referéndum se lo habían arrancado a Don Felipe González los movimientos pacifistas, pues había ganado las elecciones con una promesa, el OTAN de entrada no, que llegado al gobierno iba a incumplir. Años después, el propio Felipe, ya ex-presidente, señalaría la convocatoria de ese referéndum como uno de sus mayores errores, y eso que venció. Pero durante algún tiempo la victoria del no estaría en la calle, lo señalaban hasta las encuestas, aunque luego, lo cualitativo, no se transformaría en cuantitativo. Un Felipe González sobre fondo azul, en el último día de campaña, lanzando la diatriba de que él no gestionaría el no y preguntando quien lo haría, creo la suficiente incertidumbre. Y el miedo mueve al voto conservador. A ello ayudó, entre otros, un José María García que llamó a arrebato a la clientela futbolística para que votasen sí, aunque no les gustase el gobierno. Algunos conocimos la paradoja de que quienes luchan por mayores libertades y democracia, no suelen ser quienes celebran victorias electorales. Ya lo expresó el dibujante Carlos Giménez, que mostró con brillantez la gris España, en unas viñetas en las que se ve a un luchador antifranquista, que padece cárcel y represión, que tras haber votado en las primeras elecciones de 1977, dice: «Me ha sabido a poco».
Y a poco, o más bien a nada, sabe el que los nuevos paladines del cambio (otra vez), se les haya caído el no a la OTAN. Y además se les haya colado de candidato (cunero y a dedo además), un general otanico, que se declara antimilitarista, ¿?, y tiene cara de buen tipo, que son los que más engañan. Como entonces ya no solo es cuestión de la alianza militar y de unas bases cuyos acuerdos por lo visto se deben respetar, sino de lo que eso representa. Es la simbolización de que existen tantas cosas que no se pueden tocar, que el «cambio» no llega siquiera a recambio. De que todo suena a liturgias emotivas, a buen rollo, a promesas electoralistas, propuestas levemente keynesianas que llevan décadas quedándose en los programas electorales. Más aún en tiempos de recesión. Si encima es el de Ikea, pues ya ni te digo. Que los de los muebles son una multinacional, aunque sean suecos. La buena madera está en otra parte, aunque no se sepa muy bien dónde.
Es comprensible la desesperación de la gente por la situación en la que estamos, la pobreza acuciante, la corrupción, el cansancio...es la España en el rostro gris de un registrador de la propiedad. Pero cuidado con los pequeños caudillos. Con los vendedores de bolígrafos. Con los piquitos de oro. Con las soluciones mágicas. Con la necesidad de que estén en el gobierno, «los nuestros». En Francia y Grecia lo están probando o más bien padeciendo. Aquí ya la palabra casta ha dejado de emplearse, quizá porque algunos la contemplen cuando se miran al espejo. Lo de Unidad Popular y Poder Popular está muy bien, pero no dejan de ser conceptos vacíos cuando pasa lo que con la OTAN. Porque una cosa es ser rígidos o dogmáticos, otra oportunistas. Son los significantes vacíos de Laclau del que algunos son fans. Y es que uno de los grandes éxitos del capitalismo desde la Segunda Guerra Mundial es su capacidad para canalizar el descontento social.
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