Ministro en funciones de conspirador

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

23 jun 2016 . Actualizado a las 08:51 h.

Existen indicios de que Jorge Fernández Díaz ha convertido las fuerzas de seguridad, cuya función esencial consiste en proteger a los ciudadanos y sus derechos, en una policía política al servicio del PP. El contubernio del susodicho y el director de la Oficina Antifraude de Cataluña viene a confirmarlo. Ante esa evidencia de viva voz, los líderes del PSOE, Podemos y Ciudadanos se limitan a reclamar la dimisión del ministro en funciones. Proponen un «castigo» similar al aplicado al exministro Soria, quien mintió y violó las normas de la decencia a raíz de la publicación de los papeles de Panamá, pero esquivó -que sepamos- las figuras delictivas del Código Penal. ¡Vaya condena! Pilla usted al delincuente con las manos en la masa o en la fase preparatoria del crimen y le pide simplemente, con buenas maneras o con los aspavientos de rigor, que deje su cargo. No entiendo tal benignidad.

Si hablamos de ceses, hace tiempo que Fernández Díaz debería haber rubricado su escrito de dimisión. Y haberse marchado hacia su oratorio con viento fresco o efluvios de incienso. Debió hacerlo el día en que delegó sus funciones en la Virgen del Amor, a la que concedió la medalla al mérito policial, y en la Santísima Virgen de los Dolores de Archidona, condecorada con la cruz de plata de la Guardia Civil. O el día en que el Parlamento detectó la circulación de «informes policiales fantasmas» sobre adversarios políticos. O el día en que despachó clandestinamente, con evidente falta de estética y presunta carencia de ética, con su viejo amigo Rodrigo Rato.

Sobrados méritos ha contraído el ministro para ser despojado, de forma fulminante, de sus atribuciones. Pero la cloaca destapada ayer desborda el ámbito de las responsabilidades políticas y el chorro de aguas negras penetra en el campo de la responsabilidad criminal. Que el ministro utilice los resortes del Estado para incriminar a sus enemigos políticos produce asco y constituye un delito. Que el ministro busque la complicidad y compre el silencio de su interlocutor -«esto queda entre tú y yo»- añade a la ignominia el agravante de la alevosía. Que el ministro involucre al presidente del Gobierno en su maquinación -«lo sabe», pero «es una tumba»-, además de extender la sospecha, muestra su talla moral. Y que el ministro trate de escabullirse, presentándose como víctima de una grabación ilícita y de una maniobra orquestada por sus oponentes en víspera de elecciones, solo prueba que conoce la táctica del calamar. Que otros hayan delinquido o que sus rivales aireen las letrinas por interés partidista no significa eximente alguna.

Y a todo esto, ¿dónde está la justicia, tan diligente a la hora de fustigar a los titiriteros y tan remisa cuando se trata de llamar al poderoso a capítulo? Mientras aguardamos la respuesta, entretengámonos con la lectura del artículo 17.1 del Código Penal: «La conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución de un delito y resuelven ejecutarlo».