Cosas que hacer con los dientes cuando aún no has muerto

OPINIÓN

03 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Al igual que nos hemos inventado la expresión «los políticos» y la empleamos sin tener muy claro a quiénes nos referimos, tampoco nos cortamos mucho a la hora de tratarles con desprecio, atribuyéndoles un egoísmo consustancial a su condición, refiriéndonos a ellos como si todos fueran iguales y actuaran movidos por los mismos impulsos. No es del todo justo. Olvidamos que dentro de ese conjunto de contornos poco definidos habitan personas de carne y hueso, con sus pequeñas mezquindades y sus pequeños heroísmos, que basculan del egoísmo al altruismo como los demás y son capaces de traicionar al amigo tanto como de sacrificarse por el enemigo. Me he hecho un pequeño lío, pero no importa: lo que sea con tal de subrayar la dimensión humana de nuestros representantes públicos y sus coadjutores. Si los pinchamos, sangran. Si les hacemos cosquillas, se ríen. Si los envenenamos, se mueren. Podríamos seguir citando a Shakespeare hasta la próxima convocatoria electoral y alguno (yo mismo) lo agradecería, pero no sabemos qué haría Shakespeare con la democracia ultramoderna, tan solo podemos conjeturar que muchos de nuestros «políticos» le parecerían tan honrados como honrado le parecía Bruto a Marco Antonio. Los políticos son gente honrada. Pero, sobre todo, son gente. Muy gente y mucha gente, que diría Mariano Rajoy, otro bardo inmortal.

Ser gente, no solo aparentarlo. Cuando uno es gente, se entristece como todo el mundo, y da lo mismo que su profesión se confunda con una vocación de servicio público: se deprime igual. Así que es comprensible que, después de una noche electoral en la que has visto desinflarse todas tus expectativas, te encierres durante cuarenta y ocho horas en tu habitación a morder un cojín y comer bombones. Es lo que haría cualquiera de nosotros si le echaran del trabajo, solo que sin haber perdido el trabajo. Bruto, en tu lugar, pondría pies en polvorosa, pero Bruto no tenía internet. En cambio, tú puedes estar leyendo todo lo que tuitea Marco Antonio y no te hace ni pizca de gracia, pero no por eso dejas de morder el cojín: es tu derecho. Es la humanidad en ti. Tu faceta más gente. ¿Qué importa que el futbolín se esté desarmando? ¿Qué puede ser más importante que tu orgullo herido?

Por supuesto, en algún lugar hay alguien preparándote el argumentario para cuando te decidas a secar tus lágrimas y abandonar tus aposentos. De nuevo hay que aplaudirte por tu honda humanidad, por esa ingenuidad que te lleva a repetir un cliché detrás de otro como si siguieras en campaña electoral. A eso lo llamamos profesionalidad. Es positivo. Habrá quien lo llame desfachatez. Pero la desfachatez no es eso.

Hablemos de la desfachatez. Desfachatez es decir por la mañana que hay que impedir que gobierne la derecha y, por la tarde, alegrarse de que la derecha tenga más escaños que hace seis meses. Desfachatez es decir por la mañana que este es el buen camino para fortalecer a la izquierda y, por la tarde, cuando ya has visto que no es así, declarar que ya habías dicho tú que esto solo fortalecería a la derecha. Desfachatez es desayunarse con un ministro tuyo protagonizando un escándalo y cenar con la convicción de que, como has ganado las elecciones, ya puedes presumir del ministro y del escándalo. Desfachatez es perder cinco diputados y presumir de haber ganado al que no perdió ni uno, solo porque esperabas perder más y que él ganara proporcionalmente unos cuantos. Desfachatez es haber hecho oídos sordos durante meses a quienes te decían que te equivocabas y, cuando por fin está claro que te estabas equivocando, tratar de escurrir el bulto denunciando revanchismos y deslealtades.

La desfachatez es lo que queda cuando alguien ocupa un espacio que no le pertenece. Sin pretenderlo, fuimos muchos los que permitimos que se adueñaran del espacio público aquellos que no tenían ninguna intención de defenderlo, esos mismos que han ganado (otra vez) las elecciones: las calles ya estaban medio vacías antes de que nos lo jugáramos todo, o casi todo, a una carta electoral. No he oído estos días demasiados reproches dirigidos a los sindicatos (y me refiero a todos: mayoritarios, minoritarios y pesos medios); sería hora de preguntarse cómo iba a ser posible derrotar a los amigos de lo ajeno sin tan siquiera amagar con una huelga general. Tampoco tengo constancia de movilizaciones espontáneas, ni de las otras, en respuesta a las últimas revelaciones sobre el ministro del Interior. Permitimos que la segunda mitad de la pasada legislatura se jugara en la esfera de la representación. Porque nos sentíamos fuertes, por vez primera, en esa esfera. Habíamos olvidado lo que nos hacía humanos y hemos tenido que recordarlo de la peor de las maneras.

Así que se comprende ese llanto y ese crujir de dientes y de cojines, pero apurando, que todo se hace excesivo si se estira en exceso, lo mismo una serie de televisión que un duelo político. Los dramatismos pueden esperar hasta que nos hayan roto el corazón por una buena causa, o hasta que ya no nos queden dientes con los que morder.